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25 noviembre 2024

El Purgatorio. Una revelación particular. Anónimo.

Luces sobre el estado de las almas del Purgatorio

Cuando estaba haciendo la hora santa por las almas del Purgatorio, se me mostró, que con nuestras oracio­nes y sacrificios, podemos aliviar el sufrimiento de es­tas almas y abreviar el tiempo de su purificación. Es­pecialmente la Santa Misa es de un valor inestimable cuando es ofrecida por esa intención, y sobre todo, oída con recogimiento durante la semana. Vi también que tienen un gran valor las obras de caridad, como visitar a los enfermos, practicar la limosna y acoger al prójimo. Dios convierte nuestros esfuerzos y buena voluntad en gracias, para estas benditas almas, que nos están muy agradecidas.

También pude ver que las almas que más padecen en el Purgatorio son las que han pecado contra la cari­dad, las que en el curso de su vida en la tierra, no se han perfeccionada en esta virtud, y no han sabido des­prenderse de sí mismas, y darse a Dios y al prójimo.

Vi también cómo los pecados de la lengua, codicia, envidia, y apegamiento a los bienes materiales, son causa de penas particularmente graves en el Purgato­rio; por el contrario, la caridad, la misericordia, la paciencia, la dulzura, la humildad, la alegría comuni­cada a los demás, y el abandono a la Voluntad de Dios, sobre todo cuando la muerte se aproxima, son actitu­des que pueden abreviar nuestro Purgatorio.

Desde que por Voluntad de Dios un alma entra allí, es como si se cayeran las escamas de sus ojos, y su mi­rada se levantara intuitivamente hacia el sol que la deslumbra: entrevé, en esta luz, el esplendor que el Amor divino le destinaba sacándola de la nada. Rique­zas insondables que estaba llamada a poseer desde su origen por el Amor Creador. Pero pasó su vida aquí con los ojos inclinados hacia lo terreno, y sus falsos atractivos: prisionera del mundo y sus fugitivas luces, ciega por el pecado a la transparencia del amor divino. Cuando abrió sus ojos, eran demasiado sensibles para sostener tal resplandor y perfección; y el alma padece un sufrimiento incesante, cegada en el centro mismo de la luz; y siente como si rayos de fuego le atravesa­ran la cabeza. Al mismo tiempo, está recogida en un gran silencio de amor y un desnudo agradecimiento que la purifica del tumulto del mundo, al que dio de­masiada importancia, deleitándose en él, y haciendo oídos sordos a percibir y saborear la Palabra de Dios.

Este silencio de muerte le es muy doloroso; habi­tuada como estaba a moverse en el ruido del mundo; su oído herido quisiera oír, pero no percibe nada, lo cual le produce una torturante angustia. El alma está esperando a Dios. Ella —que se agitaba y se movía por todos lados, y no encontraba reposo en las criatu­ras, siempre buscando en otra parte, fuera de su inte­rior— ve que aquí está inmovilizada, paralizada por el deseo, hacia Aquel que la atrae, y es impetuosamente sacada de sí misma y retenida por el peso del pecado y sus imperfecciones. Es un desgarramiento de todo su ser, porque ahora se siente insertada en Cristo Crucifi­cado, en quien debe ser totalmente conformada, deján­dose modelar por la Voluntad del Padre, en la horma de su Hijo Crucificado. Y no podrá liberarse de las pe­nas del Purgatorio hasta que el Padre reconozca en ella el rostro de Aquel que solamente puede inclinar a la misericordia: Jesucristo Crucificado.

Consumida de hambre, no puede saciarse más que con su deseo. Sintiendo una sed inextinguible, su be­bida son únicamente sus amargas lágrimas, que no le apagan la sed; pero en el hambre y sed torturantes en­cuentra la Voluntad de Dios, su única comida en el Pur­gatorio del Amor divino. El alma, que constantemente se alejaba de Dios y de sí misma para perderse en las criaturas, está ahora retenida en su interior, con la sola mirada que la todopoderosa e infinita Misericordia de Dios pone sobre ella. Y sólo en el resplandor doloroso de esta misericordia, ve los efectos que se producen en lo más íntimo de su ser: dislocación interior, anonada­miento y el entorpecimiento más terrible, semejante a los espasmos que puede sentir un cuerpo enfermo.

Está totalmente apartada de toda criatura, y sólo en­cuentra en su propia miseria saturada de dolor lo que es el estado de criatura: sabe y experimenta ahora que ella es criatura que salió de la mano y el corazón amante de Dios, y la humillación y el desamparo son el precio de este conocimiento. Quisiera correr hacia El, tocarle, aprehenderle, y se encuentra retenida en sí misma, bajo la mano divina que la tiene doblegada, y no quiere más que estar bajo esa mano poderosa.

Ha salido de todo lo que no es Dios, ignorando si existe algo más que Él, y no percibiéndole más que in­directamente, como a través de un espejo de fuego que ni quiere ni puede traspasar.

En la dulzura de la intimidad de María

En la oración de la tarde, mi alma se sintió colmada de suavidad; era como si la Virgen María tuviese mi corazón en el suyo, en una paz y dulzura, inefables. Al final de la oración, ella se me apareció como una gran luz encima de un fuego, en el que reconozco el Purga­torio. La Santísima Virgen estaba de pie, con las ma­nos tendidas hacia el fuego: oleadas de luz bajaban de su corazón hasta sus dedos y se derramaban en lluvia abundante sobre el Purgatorio; ella rezaba sonriente, con una ternura indescriptible. El Purgatorio se abrió en cierto modo a mi vista: contemplo en las llamas al­gunas almas que levantan las manos hacia la Madre de Dios, rogando con confianza y recibiendo como en lluvia refrescante las oleadas de rayos de luz que bro­tan del Corazón de María, y se deslizan por sus ma­nos. Entre las almas reconozco a una joven que me ha­bían encomendado a mi oración, porque estaba afectada de una grave enfermedad, y sufría mucho. La Santísima Virgen me había dicho:

Hijo mío, no curará,
porque mi Hijo Divino la quiere cerca de El;
la espera en el Cielo...


Esa alma estaba en el Purgatorio. Después de la im­presión de esta sorpresa, me puse a rezar por ella. Se volvió entonces un poco y, sin dejar de mirar a la Vir­gen, me dijo:

Sí. Me fui: he dejado la tierra.
La Santísima Virgen vino ayer y me ha buscado.
Ya había venido otras veces para consolarme,
sonreírme y animarme.
Mis últimos días en la tierra los pasé
en la dulzura de la intimidad con María;
y ya ves, ¡estoy salvada!
No ceso de dar gracias a Dios y glorificarle:
¡Cantaré para siempre sus misericordias!
He muerto joven, pero estoy salvada.
La Santísima Virgen me ayudó mucho,
porque todo era muy duro,
pero ella me ha enseñado
a olvidarme por Jesús y por nuestros hermanos.
Ahora no ceso de glorificar a Dios,
y de darle gracias
por el don incomparable de su Madre, nuestra Madre, tan compasiva. Ruega por mí, si Dios lo permite, y por mis padres,
para que sean fuertes y no pierdan la fe, y glorifiquen a Dios en todas las cosas
.

Después, todo desapareció. Sentí una suave alegría. En tres o cuatro días una carta me confirmó su muerte.