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24 noviembre 2024

Fernando Ocáriz. María y la Trinidad.

Hija del Padre y Madre del Hijo por el Espíritu Santo

Mediación materna y maternidad de la Iglesia


Después de la Asunción, la plenitud de gracia de María ha alcanzado ciertamente el estado escatológico; aquel estado que, referido a la entera creación, es descrito por San Pablo como resultado de la «recapitulación» (anakefalaiósis) de todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 10). Esta realidad está envuelta por una luz inaccesible para nosotros: en efecto, «lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento, lo tiene Dios preparado para aquellos que le aman» (1 Cor 2, 9).

No es necesario detenernos aquí en la exégesis literal ni en la interpretación teológica de la «recapitulación» escatológica de todo en Cristo. Sin embargo, no hay duda de que esa recapitula­ ción es, entre otras cosas, el verdadero y sobrenatural sentido —ajeno a cualquier monismo panteísta— de aquel retorno final de la multiplicidad a la Unidad, que no pocas filosofías han entrevisto en formas necesariamente inadecuadas y, en diversos modos, equivocadas. Una unidad con Dios en Cristo que, manteniendo la insuprimible distinción entre criatura y Creador y entre las diversas criaturas, tiene como paradigma —en el caso de las personas humanas— la unidad misma de la Trinidad divina. En efecto, así se expresó el Señor, refiriéndose a la vida de sus Apóstoles todavía en la tierra, en la que la gracia es incoación de la gloria: «como tú, Padre, estás en mí y yo en tí, que también ellos sean una sola cosa en nosotros (...) Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad» (Jn 17, 21.23).

Este misterio de unidad —de comunión— con Dios en Cristo es el misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo (cfr. Col 1, 18) y —según las famosas palabras de San Cipriano— «de unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata». Una Iglesia que, en su estado escatológico, será precisamente «la plenitud (pléroma) de aquél (Cristo) que se realiza enteramente en todas las cosas» (Ef 1, 23), porque Cristo glorioso llenará (pleróse) todas las cosas (cfr. Ef 4, 10), y éstas participarán «en El de su plenitud (en auto pepleroménoi)» (Col 2, 9).

En los santos, esta realidad de la gloria escatológica será la culminación final, en el espíritu y en la carne, de aquel ser en Cristo específico de la vida sobrenatural. Tal culminación ya ha sido realizada en María: la Asunción, en efecto, comporta que María ha sido santificada «enteramente y totalmente en la culminación escatológica». Y se ha realizado en Ella en el grado correspondiente a su plenitud de gracia, que incluye en sí la plenitud de la unión (koinonía) con Cristo, en todos los niveles del ser y del obrar. Y es esta plenitud de unión escatológica, exclusiva de la llena de gracia, la raíz de la distinción entre la mediación materna y la mediación de los santos en la gloria y de los justos en la Iglesia terrestre; y es la raíz también de la distinción entre la participación de María en la capitalidad de Cristo y aquella mística relación de comunión espiritual entre todos que es la comunión de los santos.

Por esta unión excepcional de la Madre con el Hijo, que culminó en su glorificación definitiva tras la Asunción, «María está como envuelta —escribe Juan Pablo II— por toda la realidad de la comunión de los santos, y su misma unión con el Hijo en la gloria está dirigida toda ella hacia la plenitud definitiva del Reino, cuando ‘Dios sea todo en todas las cosas ».

Por tanto, la unión de María con Cristo es la raíz más pro­ funda en la íntima vinculación de la Virgen Santísima con la Iglesia y de su mediación materna con la maternidad de la Iglesia. No es posible detenernos ahora en este importante aspecto del misterio de la Madre, pero, de todo lo recordado hasta aquí, emerge claramente la superación de la contraposición entre las perspectivas «cristocéntrica» y «eclesiotípica» en la consideración teológica de la cooperación de María en la salvación de los hombres; superación a la que ya conduce de hecho el planteamiento mariológico del capítulo VIII de la Const. Lumen gentium.

Conclusión

Podrían aún considerarse muchos otros aspectos, y también cabría desarrollar y matizar más las consideraciones hechas hasta aquí, como posibles vías de profundizaron en el contenido teológico del Magisterio de Juan Pablo II sobre el misterio de la Madre en su relación constitutiva con el supremo misterio de la Trinidad de Dios. Misterio divino, ante el cual llega siempre un momento en el que la actitud teológicamente más razonable es, en expresión del Pseudo-Dionisio, la veneración silenciosa: indicibilia (Deitatis) casto silentio venerantes, sin pretender limitar el misterio a lo que está al alcance de nuestra comprensión. Un silencio que, sin embargo, contiene el eco siempre presente de una admirada y gozosa alabanza: «Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!».

F. Ocáriz Centro Accademico Romano della Santa Croce
Roma