Página inicio

-

Agenda

19 noviembre 2024

Ignacio Domínguez. El Salmo 2. Ed. Palabra, Madrid, 1977

«Postula a me et dabo tibia. La oración de los hijos de Dios

El grito de la fe

Los que se enfurecieron y meditaron planes va­nos (Sal 2, 1) no hablaban con Dios. No había diálogo, no había oración. Era puro horizontalismo... Se ha­blaban entre ellos mismos, transmitiéndose unos a otros ciertas consignas malditas con ánimo de desbancar a Dios: hombres sin fe, que no hacen oración. Y es que la oración es «el grito inmenso de la fe» (San Ambrosio). Por eso, en esta meditación, desde el comienzo mismo vamos a esforzarnos por avivar nuestra fe: para que nos brote del alma ese gri­to inmenso que llega hasta el corazón de Dios.

Un grito, como el del pobre leproso del Evan­gelio, que saliendo al encuentro de Jesucris­to, le dijo: Domine, si vis, potes me mundare Señor, si quieres puedes limpiarme. Se le conmovieron a Cristo las entrañas: Quiero, queda limpio (Mt 8, 2-3).

Un grito como el de la mujer cananea, con insistencia, sin ceder al cansancio: Mi hija está enferma, atormentada por un demonio. Los Apóstoles contenían la respiración, pro­fundamente interesados por la súplica de es­ta mujer. Cristo se esponja en su alma al hacer el milagro: Mujer, ¡qué grande es tu fe! Hágase como tú deseas (Mt 15, 21).

Un grito como el del buen ladrón en la cruz: Acuérdate de mí, cuando estés en tu reino. Cristo muere perdonando, salvando: Hoy es­tarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 42-43).

La oración es el grito de la fe.

Pero hay también gritos sin palabras: gritos de sola el alma,

como el de Zaqueo subido a un árbol para ver a Jesús,

como el de los cuatro hombres que, remo­viendo las tejas de aquella casa en Cafarnaún, descolgaron a su amigo paralítico has­ta depositarlo a los pies del Maestro. Ni una palabra. Pero Jesús, videns fidem illorum, viendo claramente la fe de ellos, oyendo el grito inmenso de la fe que aquellos hombres tenían... Hijo, tus pecados quedan perdona­dos... toma tu camilla y vete a casa... (Mc 2, 1).

Gritos de fe, sin ruido de palabras, los que aho­ra resuenan en vuestro corazón mientras me oís deciros estas cosas. ¡Cuántos milagros de Dios en el alma... sin que a veces nos demos cuenta!

La oración de petición.

Pídeme y te daré: son dos elementos fundamen­tales.

Dios nos manda orar: no podemos sino obede­cer. La oración es obediencia de fe; Dios, además, nos da la seguridad de ser atendidos. No podemos dar entrada a la pusilanimidad.

Noli pusillanime esse: No seas pusilánime: pos­tula a me et dabo tibi: Pídeme y te daré. La pusilanimidad encoge el alma y hace que el hombre se quede a mitad de camino:

no recibe porque no pide;

no multiplica los dones de Dios porque entierra los talentos;

no crece en santidad porque ahoga la gracia de Dios que lo llama —duc in altum— a subir más arriba.

Tan grande es la voluntad de Dios de que sea­mos santos que la pusilanimidad, el encogimiento, el pensar que no podemos avanzar más, es, a jui­cio de santo Tomás, pecado más grande que la presunción: la cual es pésima —dice— por su causa, que es la soberbia (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica). Y es que también la pusilanimidad es soberbia, aunque vuelta del re­vés.