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Hija del Padre y Madre del Hijo por el Espíritu Santo
Mediación «en Cristo» y plenitud de gracia
Conviene no perder de vista en ningún momento que la gracia no es un «objeto» que pueda pasar de mano en mano, sino un modo de ser sobrenatural, una deificación o deiformidad, producido por Dios en lo más íntimo del espíritu creado, y que es inseparable de las misiones invisibles del Hijo y del Espíritu Santo, por las que el espíritu creado fit particeps divini Verbi et procedentis Amoris. Como ya se ha recordado antes, a propósito del «contenido trinitario» de la elevación sobrenatural, entre estas dos misiones, que son inseparables, suele considerarse un orden inverso al de las correspondientes procesiones eternas. Es decir, el término de la acción divina ad extra —común, por tanto, a las tres Personas— es la «introducción» de la criatura en la vida divina, que aquellas misiones comportan; y esa introducción «comienza» (no en sentido temporal) por la unión con la Persona del Espíritu Santo; unión que «plasma» en el espíritu finito la identificación (semejanza participada y unión) al Hijo, por la que en el Hijo se es hijo del Padre. Es decir, con palabras de Juan Pablo II, «él mismo (el Espíritu Santo), como amor, es el eterno don increado. En él se encuentra la fuente y el principio de toda dádiva a las criaturas».
A la vista de estas reflexiones, surge inmediata la pregunta:
¿cómo es posible una mediación humana —la de María— en la donación de la vida sobrenatural, no sólo por intercesión sino también por efectiva «distribución» de la gracia, si ésta «comienza» con la misión del Espíritu Santo? Una vez más, el misterio de la Virgen Santísima queda iluminado por el misterio de Cristo. Es indudable que Jesucristo es, en su Humanidad, mediador de esa vida sobrenatural para los hombres, no sólo por vía de mérito y de intercesión sino también por vía de eficiencia, en cuanto es el «instrumento de la divinidad»: el órganon tes theiótetos, según la famosa expresión de San Juan Damasceno. Por esto, Cristo puede y debe llamarse fuente o principio de la gracia, lo cual implica —entre otras cosas— que Dios ha querido que, en la actual economía, el Espíritu Santo sea «enviado» a los hombres desde el Padre por el Hijo a través de su Humanidad, plena y definitivamente glorificada y elevada ad dexteram Patris, con la cual Santa María, tras su Asunción a la Gloria, está unida en una koinonía (comunión-participación) de la máxima intimidad e intensidad compatible con la distinción personal: es la plenitud de gracia en su definitivo estado escatológico.
No parece, pues, infundado afirmar un significado más profundo —y más misterioso— que el de una simple «apropiación», a expresiones tradicionales como aquella de San Andrés de Creta, según el cual María es «la madre de quien proviene sobre todos el Espíritu». Es precisamente la noción de participación-koinonÍa la que permite entrever el misterio de la participación de María en la capitalidad de Cristo y, por eso, su participación en la mediación de la Humanidad de Cristo en la efectiva donación de la gracia, sin que esto comporte en absoluto una duplicidad de fuentes o cabezas, que sería evidentemente rechazable tanto por motivos dogmáticos como por la dialéctica de la participación metafísica de estructura trascendental.
Desde esta perspectiva, las afirmaciones que nos presentan a María como el «cuello» o el «acueducto», por el que nos llega la gracia de la Cabeza o de la Fuente, aun conservando su valor metafórico, resultan insuficientes. Más bien habría que decir que recibimos la gracia de Dios por Cristo y María, porque, en un sentido mucho más real y profundo —y, por eso, también más misterioso— a como San Lucas lo dice de los primeros cristianos entre sí (cfr. Act 4, 32), María es cor unum et anima una con Cristo. De ahí que, en la Madre, el cristiano encuentre «todo el amor de Cristo» y, en Cristo, se vea «metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo».