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15 noviembre 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

2. De nuevo en Jerusalem

San Mateo termina su Evangelio con lo que parece ser la última aparición en Galilea, según se vio antes; San Juan deja de ocuparse de las posteriores apariciones después de relatar con amplitud la que tuvo lugar a orillas del mar de Tiberíades, y que tan emotiva resulta por la reparación que públicamente hizo Pedro de su triple negación de Jesús en el atrio del palacio de Caifás.

Son Marcos y Lucas los que traen una referencia a las últimas apariciones —o a la última— antes de la Ascensión. San Lucas, al relatar la aparición de Jesús a las doce de la tarde del domingo de resurrección después de mostrarles las manos y los pies, y hacerles ver que un fantasma no tiene carne ni huesos, prosigue sin solución de continuidad:

Y les dijo: «Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la ley de Moisés y en los profetas acerca de mí». Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: «Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando en Jerusalem. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros, pues, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto» (Le 24, 44-49).

San Marcos, en la versión resumida que hace de las apariciones, no se refiere en absoluto a las que tuvieron lugar en Galilea. Como San Lucas, relata a continuación del regreso de los dos de Emaús a Jerusalem el domingo de resurrección a última hora, cuando se les apareció en el Cenáculo, la que parece ser la última aparición de Jesús a los apóstoles. Dice:

Al fin se manifestó a los once estando recostados a la mesa, y les repudió su incredulidad y dureza de corazón por cuanto no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos. Y les dijo: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuera bautizado se salvará; mas el que no creyere se condenará. A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebiesen ponzoña no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos y sanarán» (Me 16, 14-18).

Alguna expresión de San Marcos recuerda las palabras de Jesús en la última aparición en Galilea relatada por San Mateo: predicar el evangelio por todo el mundo, la necesidad de la fe y del bautismo para la salvación, pero el texto de San Marcos es más extenso, como si Jesús les hubiera recordado lo dicho en Galilea y lo aplicara con promesas referidas a su misión: a los que creyeren y se bautizaren, les acompañarán ciertas señales que servirán para autentificar la verdad del contenido de esa predicación, esto es, de la resurrección de Jesús con todas sus implicaciones: su condición de Dios verdadero, la resurrección de la carne, la vida futura, toda, en fin, la enseñanza contenida en los Evangelios, en la Buena Nueva de salvación: «Los milagros —comentó San Jerónimo— fueron precisos al principio para confirmar con ellos la fe. Pero una vez que la fe de la Iglesia está confirmada, los milagros no son necesarios».

Recordando los años de su predicación, les hizo ver cómo se cumplió lo que la Ley, los Profetas y los Salmos —es decir, todo el Antiguo Testamento compendiado— habían dicho del Mesías Redentor. «Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras»: les iba a ser necesario, pues eran hombres sin gran instrucción que, sin embargo, debían mostrar hasta en el más pequeño pormenor cómo en Jesús se había cumplido todo. «Vosotros sois testigos de estas cosas»: ellos eran los elegidos para propagar oficialmente el encargo recibido, puesto que tenían la autoridad que daba la experiencia.

No puedo dejar de pensar, Señor, y de dolerme, del daño, un daño de gran magnitud y que es muy difícil de medir, que la tergiversación de los textos y del espíritu del Concilio Vaticano II que algunos hicieron y propagaron, ha hecho a la Iglesia y a muchedumbres de almas, comenzando por el principio, es decir, por el sacramento del Bautismo, el que nos hace hijos de Dios. San Agustín enseñó que «de ninguna manera puede rechazarse ni considerarse innecesaria la costumbre de la Santa Madre Iglesia de bautizar a los niños; antes al contrario, hay que admitirla forzosamente por ser tradición apostólica». San Agustín murió en el siglo V; pero en el XX, tocando casi el XXI, el Código de Derecho Canónico urge lo mismo: «Los padres —dice— tienen el deber de procurar que los niños reciban el Bautismo en las primeras semanas; acudan cuanto antes al párroco, al nacer, o incluso antes, a pedir el Bautismo del hijo y la debida preparación de ellos» (c. 867). Y el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que «la Iglesia y los padres privarían al niño de la gracia inestimable de ser hijo de Dios si no le administraran el Bautismo poco después de su nacimiento» (n. 1250). Pero hay a veces padres que no bautizan a sus hijos, con el tonto pretexto de que ellos decidan cuando sean mayores si se bautizan o no. Con el mismo argumento deberían estos padres impedir que fueran a la escuela para que les enseñaran a contar, a leer y a escribir, o a que aprendieran un oficio hasta que a su mayor edad lo decidieran ellos.

San Marcos dijo que después de la Ascensión los apóstoles, «partieron de allí, predicaron por todas partes, y el Señor cooperaba y confirmaba con los milagros que le acompañaban» (Me 16, 20), pero antes, después de ser testigos de la Ascensión, «ellos regresaron a Jerusalem con gran gozo» (Le 24, 52).

¿Dónde está ahora el gozo, Jesús, de aquellos primeros discípulos? ¿Dónde el santo orgullo de ser, por cristianos bautizados, hijos de Dios? ¿Cómo es posible que se me pasen las horas del día sin echar una ojeada al fondo de mi alma en gracia, donde tú, Dios mío, estás presente en tus tres Divinas Personas, para hacer un acto de adoración, y de gratitud por dignarte habitar en semejante muladar, por expresarme como Santa Teresa?

El que creyere —dijiste— se salvará. Pudiera decir ahora lo que aquel atribulado padre, deshecho por la desgracia de su hijo, te suplicó con aquella aparente contradicción: «Señor, yo creo, pero ayuda tú mi incredulidad» (Me 9, 24). Señor, yo creo teóricamente en la gran importancia que tiene hacer tu voluntad incluso en cosas muy, pequeñas, tal como lo dice la Escritura: Qui spernit módica, paulatim decidet, el que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco cae. ¿Y no pusiste tú en lo mucho a aquel siervo que había sido fiel en lo poco, haciéndole entrar en tu gozo? (Mt 25, 21). Lo creo firmemente en teoría. ¿Pero lo creo también en la práctica diaria? El bienaventurado Josemaría nos hizo ver que la santidad grande estaba precisamente en la fidelidad en las cosas pequeñas: en no gastar innecesariamente en lo que es superfluo, en apagar las luces que no tienen que estar encendidas, en cerrar con cuidado una puerta que no debe estar abierta mientras se acompaña con una jaculatoria, en no convertir una cita, un recado o una pregunta en una tertulia por teléfono, en la afabilidad con todos, en renunciar a lo que nos apetece para dar lugar a lo que apetece a los demás, en no dejar en cualquier parte la agenda, o las llaves, o la chaqueta, o la bolsa de deporte, o el libro que estaba leyendo, por no molestarme en hacer esa insignificante mortificación de dejarlos en su sitio y que hace estar incómodos a los demás por el desorden que introduce en la casa ver el descuido elevado casi a categoría de una costumbre casi petrificada. Todo esto lo sé, pero ¡son tantas las veces que no lo hago por estar en otra cosa, por no darle importancia, por parecerme una manía del que lo hace, porque no me da la gana...!

Tengo necesidad de tu ayuda, Jesús, para creer de verdad, con obras, que es el cumplimiento de esas aparentes naderías el que me va llevando a la santidad, o su descuido el camino más seguro para llegar en breve tiempo a enquistarme en un aburguesamiento difícil de corregir porque se ha convertido ya en un hábito que, por parecerme normal y sin importancia, repele cualquier esfuerzo por corregirlo. Y yo sé muy bien que sin tu ayuda no estaré vigilante, y que —no me importa repetirlo una vez más —si no pongo la lucha en posiciones muy avanzadas, tal como ir bien vestido —por ejemplo- para recibirte por la mañana en la Santa Misa aunque me incomode un poco el calor (un poco, porque no creo que llegue a provocarme un desmayo), nunca saldré de mediocre. Y eso en el mejor de los casos, pues ya dijo San Agustín que decir: «basta» —es decir, poner un límite al desarrollo de la vida interior— equivale a perecer. Y como la vida del cristiano es una lucha contra corriente, en el momento en que se deja el esfuerzo, uno es arrastrado en la dirección contraria a la que debía dirigirse; y hasta puede llegar donde jamás hubiera imaginado que pudiera ni hubiera querido llegar.

Por eso, Jesús, te ruego, por amor a tu Santísima Madre, a la que suplico que interceda por mí, que avives mi fe para que sea muy fiel en esas cosas pequeñas que, a la vez que me aseguran que te agrado al hacerlas, me dan el consuelo de pensar que con ellas estoy demostrándote con obras el amor que te tengo, o al menos que intento tenerte.