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San Josemaría
Amar al mundo apasionadamente
Conversaciones, 117.- Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas. ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones:
a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;
a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen -en materias opinables- soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene;
y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas.
Se ve claro que, en este terreno como en todos, no podríais realizar ese programa de vivir santamente la vida ordinaria, si no gozarais de toda la libertad que os reconocen -a la vez- la Iglesia y vuestra dignidad de hombres y de mujeres creados a imagen de Dios. La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una libertad responsable.
Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis -¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia- vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos -en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional-, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo -lo diré de un modo positivo-, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social.
Conversaciones, 118.- Sé que no tengo necesidad de recordar lo que, a lo largo de tantos años, he venido repitiendo. Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde. ¿Tendré que volver a afirmar que los hombres y las mujeres, que quieren servir a Jesucristo en la Obra de Dios son sencillamente ciudadanos iguales a los demás, que se esfuerzan por vivir con seria responsabilidad -hasta las últimas conclusiones- su vocación cristiana?
Nada distingue a mis hijos de sus conciudadanos. En cambio, fuera de la Fe, nada tienen en común con los miembros de las congregaciones religiosas. Amo a los religiosos y venero y admiro sus clausuras, sus apostolados, su apartamiento del mundo -su contemptus mundi-, que son otros signos de santidad en la Iglesia. Pero el Señor no me ha dado vocación religiosa, y desearla para mí sería un desorden. Ninguna autoridad en la tierra me podrá obligar a ser religioso, como ninguna autoridad puede forzarme a contraer matrimonio. Soy sacerdote secular: sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo.
Conversaciones, 119.- Quienes han seguido a Jesucristo -conmigo, pobre pecador- son: un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo -que así confirman su obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su trabajo diocesano-, siempre con los brazos abiertos en cruz para que todas las almas quepan en sus corazones, y que están como yo en medio de la calle, en el mundo, y lo aman; y la gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres -de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas- que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad -repito-, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras procuran detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades más vulgares.
También las obras, que -en cuanto asociación- promueve el Opus Dei, tienen esas características eminentemente seculares: no son obras eclesiásticas. No gozan de ninguna representación oficial de la Sagrada Jerarquía de la Iglesia. Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo. Un dato os lo aclarará: el Opus Dei, por ejemplo, no tiene ni tendrá jamás como misión regir Seminarios diocesanos, donde los Obispos instituidos por el Espíritu Santo preparan a sus futuros sacerdotes.
Conversaciones, 120.- Fomenta, en cambio, el Opus Dei centros de formación obrera, de capacitación campesina, de enseñanza primaria, media y universitaria, y tantas y tan variadas labores más, en todo el mundo, porque su afán apostólico -escribí hace muchos años- es un mar sin orillas.
Pero ¿cómo me he de alargar en esta materia, si vuestra misma presencia es más elocuente que un prolongado discurso? Vosotros, Amigos de la Universidad de Navarra, sois parte de un pueblo que sabe que está comprometido en el progreso de la sociedad, a la que pertenece. Vuestro aliento cordial, vuestra oración, vuestro sacrificio y vuestras aportaciones no discurren por los cauces de un confesionalismo católico: al prestar vuestra cooperación, sois claro testimonio de una recta conciencia ciudadana, preocupada del bien común temporal; atestiguáis que una Universidad puede nacer de las energías del pueblo, y ser sostenida por el pueblo.
Una vez más quiero, en esta ocasión, agradecer la colaboración que rinden a nuestra Universidad mi nobilísima ciudad de Pamplona, la grande y recia región navarra; los Amigos procedentes de toda la geografía española y -con particular emoción lo digo- los no españoles, y aun los no católicos y los no cristianos, que han comprendido, y lo muestran con hechos, la intención y el espíritu de esta empresa.
A todos se debe que la Universidad sea un foco, cada vez más vivo, de libertad cívica, de preparación intelectual, de emulación profesional, y un estímulo para la enseñanza universitaria. Vuestro sacrificio generoso está en la base de la labor universal, que busca el incremento de las ciencias humanas, la promoción social, la pedagogía de la fe.
Lo que acabo de señalar lo ha visto con claridad el pueblo navarro, que reconoce también en su Universidad ese factor de promoción económica para la región y, especialmente, de promoción social, que ha permitido a tantos de sus hijos un acceso a las profesiones intelectuales, que -de otro modo- sería arduo y, en ciertos casos, imposible. El entendimiento del papel que la Universidad habría de jugar en su vida, es seguro que motivó el apoyo que Navarra le dispensó desde un principio: apoyo que sin duda habrá de ser, de día en día, más amplio y entusiasta.
Sigo manteniendo la esperanza -porque responde a un criterio justo y a la realidad vigente en tantos países- de que llegará el momento en el que el Estado español contribuirá, por su parte, a aliviar las cargas de una tarea que no persigue provecho privado alguno, sino que -al contrario- por estar totalmente consagrada al servicio de la sociedad, procura trabajar con eficacia por la prosperidad presente y futura de la nación.
¿No sabíais que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Cuántas veces, ante la imagen de la Virgen Santa, de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación gozosa a la pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu ayuda poderosa, oh Virgen Madre de Dios.