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12 noviembre 2024

Ignacio Domínguez. El Salmo 2. Ed. Palabra, Madrid, 1977

«Filius meus es tu: ego hodie genui te» (III) Nuestra filiación divina

El optimismo más estupendo, la confianza más profunda, inundan y desbordan el corazón del hombre que medita con fe las palabras del Sal­mo 2: Filius meus es tu: tú eres Cristo. Efectiva­mente «somos otros Cristos, el mismo Cristo, lla­mados también a servir a todos los hombres» (Es Cristo que pasa, nº 45).

Que bramen las gentes como fieras, que los pue­blos tracen planes insidiosos, que se alcen a una las potencias del mal... ¡nada importa! ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿el ham­bre?, ¿el peligro?, ¿la tribulación?, ¿la espada?, ¿la persecución? (Rom 8, 35). Nada ni nadie podrá seducirnos, nada ni nadie podrá arrastrarnos. No hay palabra que pueda igualarse en atractivo o en fuerza a esta palabra del Padre: «Tú eres hijo mío, tú eres Cristo».

«Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: Tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo bené­volamente tratado, no un amigo, que ya sería mu­cho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que viva­mos con El la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada» (Es Cristo que pasa, nº 185).

Audi, fili, inclina aurem tuam (Sal 44, 1): Escucha, hi­jo, inclina tu oído: así le canta Dios al alma.

Escucha... inclina el oído... Dios te quiere, te quiere tanto que está prendado de ti, te quiere para El: concupiscit Deus pulchritudinem tuam.

Audi, fili: la fe entra por el oído;

— audi... oye: la vocación: «Tú eres hijo mío»;

audi... escucha: promesas grandes de fecun­didad: «te daré en herencia todas las gen­tes hasta los confines del orbe»;

audi... atiende: llamada honda a la perseverancia: «dichosos los que se entregan a Dios».

El existencialismo ha puesto el dedo en la lla­ga al resaltar el aspecto de derelicción en que se siente hundido el hombre de hoy: la sensación de ser simple pieza de una máquina, la progresi­va masificación, el anonimato...

Y entonces se produce la rebelión: fremuerunt, meditati sunt inania...

Como el siervo perezoso del Evangelio, el hom­bre, tras enterrar su sentido de filiación divina, se atreve a decirle a Dios: Señor, sé que eres duro y exigente; que cosechas donde no sembraste, y re­coges donde no esparciste. Por eso... (Mt 25, 25).

Pero el hombre está equivocado: Pater amat vos (Jn 16, 27): Dios ama al hombre, y es este amor pre­cisamente el único que puede coadunar a todos en verdadera fraternidad universal.

«El espíritu de avaricia y el espíritu de impure­za —pues uno y otro disipan— están divididos contra sí mismos, y ambos pertenecen al reino del diablo; entre los idólatras, el espíritu de Juno y el espíritu de Hércules están divididos contra sí mismos, y ambos pertenecen al reino del diablo; el arriano y el fotiniano ambos a dos son here­jes y están divididos contra sí mismos; todos los vicios y todos los errores de los mortales, contra­rios entre sí, están divididos contra sí mismos y pertenecen al reino del diablo: su reino, por ello, no podrá quedar en pie» (San Agustín, Sermo 71, 4); los pueblos y las gen­tes, los príncipes y los reyes de la tierra que convenerunt in unum adversus Dominum et adversus Christum eius, se pusieron de acuerdo en su lucha contra Dios, pertenecen al reino del diablo: y no pueden quedar en pie. «Sólo Dios —como afirma san Agustín— es Autor de la convivencia y de la concordia».

«Abba!» - ¡Padre!

Si Dios nos llamó hijos, la respuesta adecuada por nuestra parte es llamarle Padre. «Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con san Pablo: Abba, Pater! (Rom 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del Universo, no le importa que no utilicemos tí­tulos altisonantes, ni echa de menos la debida con­fesión de señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo» (Es Cristo que pasa, nº 64).

Cierto que podemos decir, abrumados por nues­tra miseria: No soy digno de que entres en mi casa (22); le podemos decir incluso: Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador (Lc 5, 8).

Pero ese sentimiento no puede alejarnos de Dios, sino acercarnos más a El: Me levantaré e iré a mi Padre y le diré: Padre mío, no merezco llamarme hijo tuyo, pero acógeme al menos como a uno de tus servidores (Lc 15, 19). Y luego,

vivir una profunda fidelidad en la casa de Dios;

y rezar cada día diciendo: Padre, santificado sea tu nombre;

y morir —como Cristo— con esta plegaria en los labios: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

Junto con la filiación divina, pasa por el cora­zón del cristiano la filiación mariana: La Virgen es Madre de Dios y Madre nuestra. Por eso, vie­nen bien, para terminar, unas magníficas palabras de Orígenes: «Nos atrevemos a decir que la flor de las Escrituras son los Evangelios; y la flor de los Evangelios, el de san Juan. Pero nadie sa­brá comprender su sentido si no ha reposado en el pecho de Jesús, y recibido de Jesús a María, convertida así en su Madre.

»Ahora bien, para ser otro Juan es preciso po­der —como él— ser mostrado por Jesús en calidad de Jesús.

»En efecto, si María no ha tenido otro hijo que Jesús —tal como lo afirman quienes piensan rec­tamente— y Jesús, señalando a Juan no le dice «ahí tienes otro hijo», sino «ahí tienes a tu hijo», esto equivale a decirle: «Ahí tienes a Jesús a quien tú has dado la vida».

»En consecuencia, todo aquel que se ha consu­mado en la entrega, ya no vive él sino Cristo en él, y puesto que en él vive Cristo, de él dice Je­sús a María: "Ahí tienes a tu hijo: Cristo"» (Orígenes). ».