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«Filius meus es tu: ego hodie genui te» (III) Nuestra filiación divina
El optimismo más estupendo, la confianza más profunda, inundan y desbordan el corazón del hombre que medita con fe las palabras del Salmo 2: Filius meus es tu: tú eres Cristo. Efectivamente «somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres» (Es Cristo que pasa, nº 45).
Que bramen las gentes como fieras, que los pueblos tracen planes insidiosos, que se alcen a una las potencias del mal... ¡nada importa! ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿el hambre?, ¿el peligro?, ¿la tribulación?, ¿la espada?, ¿la persecución? (Rom 8, 35). Nada ni nadie podrá seducirnos, nada ni nadie podrá arrastrarnos. No hay palabra que pueda igualarse en atractivo o en fuerza a esta palabra del Padre: «Tú eres hijo mío, tú eres Cristo».
«Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: Tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con El la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada» (Es Cristo que pasa, nº 185).
Audi, fili, inclina aurem tuam (Sal 44, 1): Escucha, hijo, inclina tu oído: así le canta Dios al alma.
Escucha... inclina el oído... Dios te quiere, te quiere tanto que está prendado de ti, te quiere para El: concupiscit Deus pulchritudinem tuam.
Audi, fili: la fe entra por el oído;
— audi... oye: la vocación: «Tú eres hijo mío»;
audi... escucha: promesas grandes de fecundidad: «te daré en herencia todas las gentes hasta los confines del orbe»;
audi... atiende: llamada honda a la perseverancia: «dichosos los que se entregan a Dios».
El existencialismo ha puesto el dedo en la llaga al resaltar el aspecto de derelicción en que se siente hundido el hombre de hoy: la sensación de ser simple pieza de una máquina, la progresiva masificación, el anonimato...
Y entonces se produce la rebelión: fremuerunt, meditati sunt inania...
Como el siervo perezoso del Evangelio, el hombre, tras enterrar su sentido de filiación divina, se atreve a decirle a Dios: Señor, sé que eres duro y exigente; que cosechas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste. Por eso... (Mt 25, 25).
Pero el hombre está equivocado: Pater amat vos (Jn 16, 27): Dios ama al hombre, y es este amor precisamente el único que puede coadunar a todos en verdadera fraternidad universal.
«El espíritu de avaricia y el espíritu de impureza —pues uno y otro disipan— están divididos contra sí mismos, y ambos pertenecen al reino del diablo; entre los idólatras, el espíritu de Juno y el espíritu de Hércules están divididos contra sí mismos, y ambos pertenecen al reino del diablo; el arriano y el fotiniano ambos a dos son herejes y están divididos contra sí mismos; todos los vicios y todos los errores de los mortales, contrarios entre sí, están divididos contra sí mismos y pertenecen al reino del diablo: su reino, por ello, no podrá quedar en pie» (San Agustín, Sermo 71, 4); los pueblos y las gentes, los príncipes y los reyes de la tierra que convenerunt in unum adversus Dominum et adversus Christum eius, se pusieron de acuerdo en su lucha contra Dios, pertenecen al reino del diablo: y no pueden quedar en pie. «Sólo Dios —como afirma san Agustín— es Autor de la convivencia y de la concordia».
«Abba!» - ¡Padre!
Si Dios nos llamó hijos, la respuesta adecuada por nuestra parte es llamarle Padre. «Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con san Pablo: Abba, Pater! (Rom 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del Universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo» (Es Cristo que pasa, nº 64).
Cierto que podemos decir, abrumados por nuestra miseria: No soy digno de que entres en mi casa (22); le podemos decir incluso: Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador (Lc 5, 8).
Pero ese sentimiento no puede alejarnos de Dios, sino acercarnos más a El: Me levantaré e iré a mi Padre y le diré: Padre mío, no merezco llamarme hijo tuyo, pero acógeme al menos como a uno de tus servidores (Lc 15, 19). Y luego,
vivir una profunda fidelidad en la casa de Dios;
y rezar cada día diciendo: Padre, santificado sea tu nombre;
y morir —como Cristo— con esta plegaria en los labios: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Junto con la filiación divina, pasa por el corazón del cristiano la filiación mariana: La Virgen es Madre de Dios y Madre nuestra. Por eso, vienen bien, para terminar, unas magníficas palabras de Orígenes: «Nos atrevemos a decir que la flor de las Escrituras son los Evangelios; y la flor de los Evangelios, el de san Juan. Pero nadie sabrá comprender su sentido si no ha reposado en el pecho de Jesús, y recibido de Jesús a María, convertida así en su Madre.
»Ahora bien, para ser otro Juan es preciso poder —como él— ser mostrado por Jesús en calidad de Jesús.
»En efecto, si María no ha tenido otro hijo que Jesús —tal como lo afirman quienes piensan rectamente— y Jesús, señalando a Juan no le dice «ahí tienes otro hijo», sino «ahí tienes a tu hijo», esto equivale a decirle: «Ahí tienes a Jesús a quien tú has dado la vida».
»En consecuencia, todo aquel que se ha consumado en la entrega, ya no vive él sino Cristo en él, y puesto que en él vive Cristo, de él dice Jesús a María: "Ahí tienes a tu hijo: Cristo"» (Orígenes). ».