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Creado por el Amor Misericordioso
Ese día ofrecí muy especialmente la Santa Misa por el alma de un joven sacerdote, a quien tuve la gracia de asistir en su agonía y muerte. Durante la acción de gracias, mi alma gozaba del esplendor de la luz divina, y vi con los ojos del espíritu, al joven sacerdote subir al Cielo, escoltado por ángeles y acompañado por un grupo de santos: San Francisco de Paula, Santa Rita de Casia y San Gabriel de la Dolorosa. Ignoro si en vida fueron estos santos de su devoción particular. Este glorioso cortejo subía hasta María la Santa Madre de Dios, vestida de blanco, y con sus brazos tendidos hacia él. Creo que la Santísima Virgen estaba allí para recibir a este hijo e introducirle a la presencia de la Trinidad Divina. ¡Era tan hermosa!
Cuando llegó el sacerdote ante la Madre de Dios, ella le sonrió con ternura, y me señaló con un gesto de su mano. Entonces el sacerdote se inclinó hacia mí, me tendió las manos y dijo sonriente:
¡Gracias! Gracias por tus oraciones
y tu asistencia...
Voy a la casa del Padre,
pero tú sabes que no te olvidaré!
Di a todos que el Purgatorio ha sido creado
por el Amor Misericordioso,
que es la obra maestra
de la Misericordia divina,
y de la Justicia divina.
Uno solo de nuestros pecados
merecería el infierno eterno,
pero el Padre no quiere la muerte de sus hijos,
Él quiere la salud, y la vida en Él, para siempre...
Di a todos tus hermanos
que el Purgatorio ha sido creado
por el Amor Misericordioso.
Mi alma estaba arrebatada. El sacerdote trazó sobre mí una gran cruz de luz, y entró en la Gloria eterna con la Santísima Virgen. Entonces todo se borró de mi vista interior.
El juicio particular
Velaba a una persona moribunda. Silencio y oración. Las palabras resultan vanas ante el misterio de la persona que ha perdido el conocimiento y se encuentra muy cerca de su tránsito. En esta ocasión, el Señor ha querido darme luz sobre el Juicio particular del alma.
«Es de fe creer que la muerte es seguida inmediatamente por el juicio particular, en el cual Dios retribuye a cada uno según sus obras» (Concilios de Florencia y de Trento). El Catecismo de la Iglesia Católica declara: «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del Cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (n.° 1022).
Mi Ángel de la guarda estaba visible a mi alma, me sostenía y guiaba. En cuanto la persona murió —era un adolescente—, vi a su alma abandonar dulcemente su cuerpo; comprendí entonces por qué se llama despojo al cuerpo. Inmediatamente el alma se encontró en presencia de una resplandeciente luz cegadora.
Mi Ángel me dijo en ese momento:
La luz resplandeciente es la Gloria de Dios, es el resplandor de su Santidad. Desde el instante en que el alma se separa del cuerpo,
está en presencia de la Gloria de Dios: no ve a Dios, pero sí ve el resplandor de su Santidad.
Pude entonces comprender, con una vista intelectual muy clara, un conjunto de operaciones que se producen sucesivamente; y a la vez por encima de toda apreciación de tiempo y espacio. En primer lugar vi el alma traspasada por los haces de esa viva luz, que la invadía. Todos los pecados y las malas inclinaciones habían desaparecido (creo que con la misma muerte). No quedaban en esta alma más que las penas de los pecados cometidos y no expiados: hasta las malas inclinaciones al mal de los poderes del alma habían sido enderezados, como si se hubiesen disueltos, bajo los trazos de esa luz extraordinaria. Es muy difícil explicar esto. Me parece que el acostumbramiento al pecado deja en nosotros una huella, especie de debilidad, que nos deja vulnerables al mal. Todo esto es lo que había desaparecido.
Al mismo tiempo, en presencia de la Gloria de Dios, el alma quedó radicalmente absorbida por el amor, y sometida a una atracción prodigiosa, a la que responde el alma entregándose en pleno ejercicio de su voluntad al puro Querer de Dios. A través de los trazos de luz, el alma percibe que la Santidad misma de Dios la traspasa, abrasándola de amor; y es entonces cuando se ve tal como era, de una forma objetiva, diríamos nosotros. Es como una divina luz de Verdad en la que el alma siente al instante mismo, en que accede a un violento horror al pecado y sus consecuencias. Conoce esta situación de odio al pecado, porque está inmersa en la luz divina que le muestra la perfección infinita del Amor de Dios.