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1 noviembre 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

Si lo que dice el Evangelio es para todos, esas palabras que dijiste a tus discípulos son también para mí. Lo dice bien claro Camino (n. 904) «“Id, predicad el Evangelio... Yo estaré con vosotros...” —esto ha dicho Jesús... y te lo ha dicho a ti». Siendo esto así, la llamada universal a la santidad ¿no será también, Señor, una llamada al apostolado, a ir a todas las gentes para enseñarles a practicar tus mandatos? Lo es: así lo ha dicho específicamente el Concilio Vaticano II: «La Iglesia ha nacido con este fin: propagar el Reino de Cristo en cualquier lugar de la tierra para gloria de Dios Padre y hacer así a todos partícipes de la Redención salvadora (...). Por tanto, la vocación cristiana, por su propia naturaleza, es vocación al apostolado» (Apost. Actuositatem, n. 2).

Es tonto pensar en las dificultades o en lo desorbitada que se presenta la empresa que nos encargas en relación con nuestra pequeñez. Por de pronto, las dificultades no se presentan todas a la vez, lo mismo que los obstáculos que hay en un largo recorrido no están todos amontonados en el punto de partida formando una muralla insalvable. Están diseminados a lo largo del camino, uno a uno, y cada uno hay que vencerlo cuando se presente en la realidad, no cuando están todos presentes en la imaginación. O sucede, como con las santas mujeres, que el obstáculo está quitado.

A veces, Señor, pienso que lo que mandaste a tus discípulos no era tan superior a sus fuerzas: simplemente tenían que dar testimonio de las cosas que habían visto y oído.

No tenían que argüir con los sabios de su época (ni podían, porque les eran desconocidos), ni andar con sutilezas ni demostraciones. La dificultad estribaba, me parece, en que tenían que vivir lo que predicaban. Ellos no podían ser como los escribas, que «dicen y no hacen» (Mt 23, 3), sino que tenían que demostrar con sus vidas la verdad de su predicación. «Con gran valor» —se dice de ellos en los Hechos de los Apóstoles— daban testimonio de tu resurrección, lo que equivalía a dar testimonio de su firme esperanza en su propia resurrección si, como discípulos tuyos, tenían en su alma vida eterna.

Yo también puedo, y lo que es más, debo, dar testimonio de ti, de lo mismo que los apóstoles dieron, de las cosas que habían visto y oído, y que a través de los Evangelios y la Tradición tan cuidadosamente conservada en y por tu Iglesia he aprendido. Pero ¿vivo yo tus enseñanzas? ¿Vivo lo que enseño? San Lucas dice en los Hechos de los Apóstoles que Jesús comenzó «a hacer y a enseñar»: primero hacer; si no es así, no soy muy distinto a uno de aquellos escribas que se sentaban en la cátedra de Moisés («ellos dicen y no hacen») y para los que tuviste en alguna ocasión palabras muy duras. Mis palabras tendrán muy poca fuerza, eso cuando no sean contraproducentes, si no vivo lo que enseño; saldrán muertas de mi boca si no ven en mi conducta que creo en lo que digo, y que si hablo es porque creo en lo que digo con tanta fuerza que conforma mi vida. «Creí, por eso hablé» escribió San Pablo (2 Cor 4, 13), que estando en Atenas «se consumía interiormente viendo a toda aquella ciudad entregada a la idolatría» (Hch 17, 16). Quizá por eso dice bien claro Camino (n. 961): «Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida para adentro»; y por eso se repite con frecuencia que el mejor predicador era Fray Ejemplo.

Así es, y así tiene que ser. Quienes se han hecho discípulos tuyos por el bautismo, y con más razón los bautizados que se han entregado a tu servicio para llevarte almas, son verdaderamente como ciudades edificadas sobre un monte: están a la vista de todos, como en un escaparate, y la gente, como los niños, sin mirar ven, y lo que ven puede acercarles a ti o alejarles de ti y de tus Sacramentos. Porque si tú dijiste que por los frutos se conoce el árbol, y los frutos que ven en nosotros, lejos de ser frutos de santidad, lo son de egoísmo, comodonería o aburguesamiento, ¿cómo van a pensar que el árbol que los produce es un árbol bueno? De aquí ese consejo tan importante y concluyente del Beato Josemaría Escrivá: «Alma de apóstol: primero tú (...). No suceda —dice San Pablo— que habiendo predicado a los otros, yo vaya a ser reprobado» (Camino, 930).

Lo primero, pues, que tú, Jesús, quieres de mí para que te sirva, para que pueda ser un buen instrumento, no sólo útil sino también eficaz, es que tenga una vida interior intensa, más sólida que sentimental. Y para eso, cumplir el plan de vida sin contemplaciones, desde el minuto heroico a la hora de levantarme hasta el minuto heroico a la hora de acostarme, y entre ambos no pasar por alto ninguna de las normas de piedad con que tú alimentas diariamente mi alma para que aumente la presión interior, no sólo hasta neutralizar el ambiente que me rodea y en el que me muevo, sino para conformarlo según tus enseñanzas para su propio bien.

Porque los obstáculos que este mundo, abocado al tercer milenio de cristianismo y que tiene ya muy poco de cristiano, opone a tu doctrina no son menores que los que encontraron aquellos tus primeros discípulos, antes bien, quizá sean mayores. Mayores porque entre tus discípulos —esto es, los cristianos, los bautizados— que, según tus palabras tenían que ser sal de la tierra y luz del mundo, los hay que han perdido el sabor y están apagados. Hay quienes quieren, Jesús, acomodar tu Evangelio al mundo, suavizando las aristas y limando tus exigencias, para hacer una sociedad secularizada de la que se pueda prescindir de ti. Desgraciadamente hoy la fuerza del ambiente es muy grande, tanto como el peligro de que los que creemos en ti acabemos por hacernos a las costumbres —con frecuencia nada cristianas—, a los criterios del mundo —que no son los de tu Evangelio—, y hasta a las doctrinas extrañas a las que tiene la Iglesia. A veces parece como si hubiéramos olvidado que hay unos Mandamientos que nos obligan a evitar la mentira, a vivir la castidad, a santificar las fiestas, a observar ayunos y abstinencias, a honrar a los padres; con frecuencia evitamos pensar en la muerte —que nos llegará—, y sobre todo lo que después del juicio —momento en el que inexorablemente tendremos que responder de lo que hemos hecho en nuestra vida— puede sobrevenirnos. Pues el infierno, lejos de ser un anacronismo o un mero símbolo, es tan real que tú mismo, Jesús, hiciste ver a tus amigos lo terrible que era (cfr. Le 12, 5). Por eso hemos de recordar a los hombres que tienen que morir, y que la muerte no es el fin, sino el principio de la eternidad; y que tú nos vas a juzgar tan pronto abandonemos esta vida, y que hay un cielo y un infierno. Sí, y un infierno. Hoy es muy fuerte la tentación que tenemos de poner la mirada en lo fugaz, en las cosas que apenas tienen entidad, de tan convencionales y mudables que son, en lugar de mirar hacia adelante, hacia lo que nos espera: muerte, juicio y después, para siempre, cielo o infierno.

Dame, Jesús, el valor necesario para hablar de estas realidades, no permitas que me deje llevar por la corriente. Tu vida, Jesús, fue contra corriente, y la de tus apóstoles, y la de los primeros cristianos, y la de tus santos. Y yo quiero, como tú y como ellos, ir contra corriente y ser fiel a tus enseñanzas, y tomar mi parte en este mandato que diste a tus discípulos: predicar a todas las gentes y enseñarlas a observar lo que tú has mandado, siendo por mi vida mortificada sal que preserve de la corrupción, y por la fidelidad a tus enseñanzas —al Magisterio infalible de la Iglesia— luz que impida a los hombres andar en tinieblas y caer en el abismo que el pecado abre bajo sus pies. Pues tú quieres que «todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4), y llamas al corazón de los hombres —como recordaba Juan Pablo II— «pidiendo entrar: Mira que estoy ante la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré y cenaré con él y él conmigo (Áp 3, 20). ¡Que se abran a Cristo las puertas del corazón del hombre...!»