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Tomás, al ver cómo Jesús se sometió dócilmente a sus condiciones quedó abrumado. Cayendo de hinojos dijo: «¡Señor mío y Dios mío!» Estas palabras de Santo Tomás se debieron a una inspiración divina: es la primera vez que un apóstol llamó Dios a Jesús. Hasta entonces Pedro le había llamado Hijo de Dios vivo, le había reconocido como «el Cristo», pero nadie hasta entonces le había adorado como a Dios. Tuvo que ser Tomás, el incrédulo, el que puso condiciones. San Gregorio Magno lo explicó al comentar estas palabras de Santo Tomás, diciendo: «Al decir San Pablo que la fe es el fundamento de las cosas que se esperan y convencimiento de las que no se ven (Heb 11, 1), resulta evidente que la fe versa sobre las cosas que no se ven, pues las que se ven ya no son objeto de la fe, sino de la experiencia. Ahora bien, ¿por qué a Tomás, cuando vio y tocó, se le dice: Porque has visto has creído? Porque una cosa es la que vio y otra la que creyó. Es cierto que el hombre mortal no puede ver la Divinidad; por tanto, él vio al Hombre y le reconoció como Dios, diciendo: Señor mío y Dios mío. En conclusión, viendo creyó porque contemplando atentamente a este hombre verdadero exclamó que era Dios, a quien no podía ver» (In Evangelio homiliae, 27, 8). Con razón pudo referirse San Juan a «lo que vimos con nuestros ojos y contemplamos y palparon nuestras manos» (I Jn 1, 1).
«Bienaventurados los que, sin ver, creyeren.» Eso fue, Señor, lo que dijiste a Tomás una vez cayó de rodillas confesándote su Señor y su Dios después de haber visto y tocado tus llagas. Nosotros, los que ahora vivimos, hemos creído lo que la Santa Iglesia Católica nos enseña: hemos creído que tú has resucitado de entre los muertos, que eres —como reza el Símbolo Atanasiano— perfectas Deus, perfectus homo: verdadero Dios y un hombre perfecto, nacido de la Virgen María; creemos todo lo que tú mandaste a tus apóstoles que nos enseñaran, enseñanza que la Iglesia ha conservado y transmitido durante casi dos mil años sin quitar ni añadir nada. En esas palabras que tú dijiste te referías a nosotros y nos llamaste bienaventurados... «con tal —escribió San Gregorio— que vivamos conforme a la fe: porque sólo cree de verdad el que practica lo que cree».
Pero ahora, Señor, en estos tiempos que están tocando el tercer milenio, ¿creemos de verdad? ¿No será a veces nuestra fe una fe muerta, y por tanto estéril? Porque no basta con creer en pura teoría, como si se tratara de una brillante construcción filosófica, o una bella leyenda cuya verdad nadie puede certificar. Se trata de realidades, de hechos sucedidos en el tiempo y en el espacio. ¿Creemos en tu resurrección, con todas sus consecuencias, tales como una vida eterna y la resurrección de la carne, tal como la creían aquellos primeros cristianos que vivían con la mirada y la esperanza puestas en reunirse contigo después de la muerte, y a ese fin orientaron sus actos, su conducta pública y privada?
Tú has querido recordarnos por medio de tu Iglesia y a través del Concilio Vaticano II lo que desde casi cuarenta años antes venía enseñando el bienaventurado Josemaría Es- crivá, a saber: que todo cristiano, por el hecho de estar bautizado, está llamado por ti a la santidad. Hcec est voluntas Del: sanctificatio vestra, recordaba con palabras del Espíritu Santo por San Pablo (1 Tes 4, 3): ésta es la voluntad de Dios, que seáis santos. Enseñó —y la Iglesia lo ha confirmado— que la santidad no es para unos pocos, sino para todos, que todos pueden ser santos (no sólo los sacerdotes, los religiosos y las religiosas), y que la herramienta de su santificación es el trabajo ordinario; que célibes y casados, sacerdotes y seglares, religiosos y laicos, están llamados no a la mediocridad, sino a vivir heroicamente, como aquellos predecesores nuestros de los primeros siglos, todas tus enseñanzas, y no en los desiertos, sino en este mundo actual, en medio de las vicisitudes de la vida diaria.
«Bienaventurados los que, sin ver, creyeren» ¿Creo yo de verdad, Jesús, que tú quieres que yo te dé gloria siendo santo? No santo de un modo genérico, sino un santo canonizable. Bien sé, Señor, que yo no puedo hacerme santo; ni yo, ni nadie. Pero ¿creo de verdad que tú quieres hacer de mí un santo, un santo como los que vemos en los altares? ¿Lo creo de verdad, con obras? Porque tú sí puedes hacerme santo: eres todopoderoso, y por tanto puedes incluso eso. Pero por mi parte tengo que creer, y si no practico lo que creo no creo de verdad.
Y no creo de verdad si no colaboro con tu gracia, si no lucho (¡hasta con uñas y dientes!) para apartar los obstáculos que impiden que haga lo que tü me pides en cada momento, si no estoy atento a las mociones del Espíritu Santo con las que me vas orientando a lo largo del día.
Nadie mueve un dedo por conseguir lo que considera imposible. Si no creo que tú quieres que yo sea santo y que, ya que lo quieres explícitamente, estás dispuesto a poner tu omnipotencia a mi disposición para que lo consiga, entonces ¿para qué me voy a esforzar?
Bienaventurado equivale a feliz. No podré ser feliz si no creo en que tú quieres hacerme santo, porque sólo los que creen de verdad —es decir practicando lo que creen- son bienaventurados, felices. Si pierdo de vista el fin para el que me has elegido —y el haber nacido es ya fruto de tu elección, y no digamos el haber recibido el bautismo y haber sido hecho hijo de Dios—, entonces cuanto haga comienza a no tener sentido. ¿Cómo voy a luchar por ser santo si ni siquiera tengo presente, no ya la posibilidad de serlo, sino que precisamente ésa es la razón de mi vida, la vocación que he recibido, no por mi voluntad, sino por la tuya? ¿Cómo voy a ser feliz aquí en la tierra si no correspondo a mi vocación, si mi vida no está de acuerdo con el modo específico con que tú quieres que la viva? Si estoy íntimamente desgarrado porque la vocación a la santidad no se compagina con una vida aburguesada y cómoda, con una vida interior lánguida y tibia, con la rutina y falta de vibración, ¿cómo voy a ser bienaventurado, feliz, si en tal estado es imposible que tenga paz interior?
Jesús, yo quiero querer dejarme conformar por el Espíritu Santo para que me haga semejante a ti. Tú te abajaste hasta asumir nuestra naturaleza humana haciéndote semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado, para que nosotros pudiéramos elevarnos hasta identificarnos contigo; tú quisiste pagar por mis pecados antes que los cometiera, y nunca te has cansado de perdonarme y de ayudarme. Haz, Señor, que no deje de tener presente, como una música de fondo que no cesa, que me estás urgiendo constantemente a la santidad, porque tú necesitas que te sirvamos de instrumentos para la salvación de los hombres por los que quisiste morir clavado en una cruz. Que no olvide cómo el Beato Josemaría, con la penetración sobrenatural con que le dotaste, solía decirnos ante cualquier dificultad, por grande que fuera: «Hijos míos, es un problema de santidad personal»; haz que, como nos enseñó en Camino (n. 1), mi vida no sea una vida estéril; que deje poso; que ilumine, con la luminaria de la fe y del amor, todos los caminos de la tierra. Y que borre, con mi vida de apóstol, la señal viscosa que dejaron los impuros sembradores del odio. Pero no podré hacer nada de esto si no soy santo.