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5. La última aparición en Galilea
San Mateo termina su Evangelio con una de las apariciones de Jesús en Galilea. Sabemos por los Hechos de los Apóstoles que «después de su pasión se presentó vivo con muchas pruebas, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del Reino de Dios» (Hch 1, 3). No quiere decir San Lucas que se les apareciera diariamente en todo ese tiempo, sino que durante los cuarenta días que transcurrieron hasta su ascensión al Cielo se les apareció en diversas ocasiones instruyéndoles acerca del Reino de Dios y de la misión que debía desempeñar.
Los once discípulos —escribió San Mateo— marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verlo le adoraron, pero otros dudaron. Y acercándose Jesús les habló diciendo: «Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». (Mt 28, 16-20).
De las apariciones de Jesús en Galilea, los evangelistas tan sólo nos dan noticias de dos: la que tuvo lugar a orillas del mar de Tiberíades que relata San Juan, y ésta que se desarrolló en un monte que ignoramos y en el que Jesús había convocado a sus discípulos. Quizá —apunta Fr. Justo Pérez de Urbel en su Vida de Cristo— fuese en alguno de aquellos que les eran familiares por haber estado ligado a alguno de los momentos que habían compartido con Jesús: El Tabor, o el de las Bienaventuranzas. «Aunque el narrador sólo menciona a los once apóstoles como testigos de la aparición, muchos exegetas creen poder identificarla con la que San Pablo menciona en su primera epístola a los Corintios (15, 6) y a la que asistieron más de quinientos» (Fillion, 905). Es muy plausible esta hipótesis, puesto que el texto dice que «al verlo, le adoraron, pero otros dudaron». Evidentemente no fue ninguno de los once el que dudara después de estar repetidas veces con Jesús resucitado, y habiéndose cerciorado todos ellos, incluso Tomás, en los primeros ocho días desde el domingo de la resurrección de que realmente era Él, a quien vieron y tocaron para convencerse de que no era un espíritu ni una alucinación. Luego es también evidente que había otros discípulos, fueran o no los quinientos de que habla San Pablo, o de aquellos setenta y dos a los que había enviado de dos en dos a las ciudades y aldeas a donde tenían que ir (Le 10, 1) que dudaron porque no le habían visto antes resucitado ni le habían tocado.
Es muy probable que la mayor parte de las veces que se les apareció para instruirles tuvieran por escenario Galilea: allí le habían conocido, allí habían tenido lugar acontecimientos tan llamativos como la multiplicación de los panes y de los peces y recorriendo sus caminos, o junto al lago, o en las faldas de la montaña, habían aprendido a conocerlo. Cuantas veces estuvo Jesús en Jerusalem —a juzgar por lo que dicen los Evangelios— hubo de empeñarse en discusiones con los escribas, fariseos y doctores de la ley. Galilea guardaba los mejores y más apacibles recuerdos, y desde luego iban a estar mucho más tranquilos y a gusto que en Judea.
No son muchas las enseñanzas con que Jesús instruyó a los discípulos durante aquellos cuarenta días que nos han dejado los evangelistas: sólo las que el Espíritu Santo les inspiró por considerarlas las más oportunas para nuestro conocimiento por ser las más necesarias.
Cuando les dijo que se le había dado todo poder en el cielo y en la tierra les dio a conocer explícitamente que su potestad era universal: nada quedaba fuera de ella. El profeta Daniel lo había escrito con referencia al Mesías: «Y diole la potestad y la honra, y el reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán; su potestad es potestad eterna que no se le quitará» (Dan 7, 13-14). De hecho, nunca Jesús había sido tan explícito y rotundo en este aspecto. Lo había insinuado alguna vez al declarar, por ejemplo, que el Padre lo había puesto todo en sus manos; pero ya sabemos que los discípulos no entendían muchas de las cosas que decía. Mas ahora, sin duda, sí le entendieron: ya había resucitado de entre los muertos.
Sabían, pues, que podía poner las condiciones para ser discípulos, y las que puso fue ser bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y guardar sus enseñanzas, sus mandatos; y habían de ser los apóstoles, a quienes había preparado a lo largo de tres años, y luego durante los cuarenta días posteriores a su resurrección, los que debían dar a conocer la Buena Nueva a todas las naciones —ya no sólo a los judíos— y mostrarles el camino de la salvación. Claro que esta potestad concedida a Jesús ya la tenía desde la eternidad en cuanto Hijo unigénito del Padre y, por tanto, Dios; pero la referencia es ahora también en cuanto hombre, ya que en cuanto hombre pudo pagar por nosotros, y en cuanto Dios este pago tuvo un valor infinito y por eso pudo saldar la cuenta.
La empresa a la que Jesús lanzaba a sus discípulos era tan grande que sobrepasaba ampliamente su capacidad y su poder. Once hombres de no mucha cultura (más bien de muy poca), sin los medios que en el mundo se consideran necesarios para cambiarlo (dinero, influencia, talento, amistades poderosas...), tenían que emprender lo que bien se puede considerar una hazaña de envergadura sin precedente. Pensando humanamente, era inconcebible, y hasta absurdo, mandar a aquellos hombres con tan escasos talentos y medios a que vencieran obstáculos tales como el fanatismo y la cerrazón de los judíos, el orgullo del poderoso Imperio Romano, dueño del mundo, con sus legiones, su eficaz administración, sus dioses y sus arraigadas costumbres; o la sabiduría de los filósofos griegos o alejandrinos, o las supersticiones que infestaban el mundo conocido.
Mientras los apóstoles habían estado con Él no había problemas: hacían lo que les decía y ahí terminaba su papel. Eran como siervos que obedecen a su señor sin mayores complicaciones. Mas en adelante iban a depender de sí mismos, y ellos —bien lo sabían— no eran gran cosa. Por eso el Señor les hizo saber que no estarían solos nunca, porque Él estaría con ellos hasta la consumación de los siglos, hasta el fin del mundo. No sólo no se desentendía de ellos, sino que les garantizaba permanentemente su ayuda.
Habiéndole, pues, sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, Jesús pudo mandar a los apóstoles a todas las naciones para hacer discípulos, independientemente de la religión, lengua o costumbres que tuvieran. La Iglesia, pues, tiene derecho —y lo que es más, tiene el gravísimo deber— de enseñar en todas las partes del mundo la doctrina de Jesús, sin coaccionar a nadie, antes respetando su libertad también en cuanto a sus creencias, y bautizar a los que por su predicación creyeren en Jesucristo para incorporarlos al Cuerpo Místico de Cristo como hijos adoptivos de Dios. En cuanto instrumentos, eso era lo que los discípulos habían de hacer: dar testimonio de lo que habían visto y oído; pero sería la gracia de Dios —siempre lo será— la que daría eficacia a la predicación, la que abriría el corazón de los oyentes para recibir la Palabra —el Verbo— de Dios, la que mudaría los corazones después de haber dado luz a la inteligencia.
Él, Jesús, se quedaría en la tierra para siempre, hasta la consumación de los siglos: en el Sagrario, en los Sacramentos, en el alma en gracia. Y eso, su estar con los discípulos hasta el final del mundo, era la garantía de la fuerza de la predicación de los discípulos.
Después, y a juzgar por lo que se verá, Jesús les hizo volver de nuevo a Jerusalem. Allí iba a tener lugar la última aparición, en la que terminaría con las últimas instrucciones que, como se ha visto, comenzaron en Galilea.