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SU ESPOSA, MARÍA (2 de 7)
Enseñan los teólogos que la gloria esencial del cielo será ver el rostro de Dios, verle cara a cara, tal cual es, pero que, junto a esta gloria esencial que nos hará eternamente felices, existe lo que ellos llaman «gloria accidental» y en este apartado ocupa un lugar preponderante, un primer plano, contemplar el rostro de la Virgen.
Mientras llega ese momento, podemos dirigir a la Virgen las palabras que dirige el salmista a Dios nuestro Señor: mi alma tiene ansia de Dios, de Dios vivo. ¿Cuándo iré y compareceré ante la faz de Dios?. Mi alma tiene ansia de contemplar el rostro de mi Madre, la Virgen. Tu rostro buscaré, Señora, no me escondas tu rostro.
Parece, y en esto están acordes los escritores antiguos y modernos, que la Virgen no tuvo hermanos, fue hija única; pero sí tuvo parientes. San Lucas nos cuenta en su evangelio que, cuando supo que su parienta Isabel esperaba un hijo, se puso en camino para estar a su lado ayudándola en lo que fuese menester. No sabemos cuál era el grado de parentesco, aunque generalmente siempre se las ha considerado primas.
Asimismo se nombra en el Evangelio y en ocasiones distintas varios hermanos de Jesús, aunque en ningún caso se los considera hijos de la Virgen. Sabemos que no se trataba de hermanos de sangre, sino de parientes más o menos cercanos. Eusebio de Cesárea, que vivió entre los siglos III y iv y que es considerado el padre de la historia eclesiástica, asegura que Simón y Judas eran hijos de María, esposa de Cleofás, hermano de san José y, por tanto, cuñado de la Virgen. No es fácil determinar el grado de parentesco, pero sí es claro que la Virgen tuvo varios parientes más o menos cercanos.
Aunque se nos escape la cronología, sabemos que la Virgen vivía en Nazaret cuando tenía quince o dieciséis años y que, antes de estar desposada con san José, había hecho a Dios el propósito de vivir virgen durante toda su vida. Su esposo, que era un hombre justo, temeroso de Dios, conocía y aprobaba este propósito de su esposa.
Esta promesa, tan poco acorde con la mentalidad de la época, no pudo realizarla la Virgen sin una especial inspiración divina, pues rompía el modo ordinario de proceder de las personas justas y santas del Antiguo Testamento.
María, como todas las adolescentes de Israel, desearía casarse y ello tanto por motivos religiosos como sociales, pues estaba establecido que todas las mujeres judías debían estar de por vida bajo la custodia de un tutor, que había de ser el padre, el marido o algún familiar cercano.
Aunque la Virgen estaba destinada por Dios a más altos menesteres, no es ello obstáculo para que san Joaquín, si vivía para entonces, o quien ejerciese su tutela, procurase casarla en las condiciones más favorables posibles y no parece que tuviesen mal ojo. Quien ha vivido en el mundo rural sabe que el artesano del pueblo no era mal partido para las mozas casaderas.
Hemos señalado más arriba el ambiente de religiosidad en el que se desenvolvía la vida social del pueblo de Israel. La Virgen vivía en ese ambiente y, siendo como era, una persona religiosa, conocedora y experta en la Sagrada Escritura, estaría atenta a las insinuaciones divinas, alentada por la fe y la esperanza en las promesas de Dios y en su cumplimiento. Formaba parte de lo que se ha venido en llamar el resto de Israel, aquel grupo de fieles -los pobres del Señor- que se mantenían fieles en medio de un pueblo que, con harta frecuencia, había quebrantado la fidelidad a Dios.
El Concilio Vaticano II dice que Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que esperan de Él con confianza y acogen la salvación.
Dice el evangelista que, cuando el ángel le anunció que iba a ser la Madre de Dios, estaba desposada con un hombre llamado José y que este era de la casa de David.
Como quedó señalado en su lugar, la Virgen era verdadera esposa de san José y ambos se amaban no como amigos o parientes, sino como verdaderos esposos.
Aunque eran pocas las opciones que la costumbre dejaba a los novios, pues eran los padres o los tutores los encargados de estipular las condiciones del contrato matrimonial, es de suponer que se conocerían de toda la vida, como ocurre entre las gentes de las poblaciones pequeñas, como era Nazaret en aquella época, y que seguramente más de una vez habrían conversado e incluso se habrían revelado sus aspiraciones de futuro. Aunque fuesen los padres los principales protagonistas de la fiesta, no podemos descontar por completo la intervención de los novios.
La Anunciación tuvo lugar en Nazaret y no significa tan solo la manifestación de un mensaje, sino también la aceptación, por parte de la Virgen, de una misión. La misión más sublime de cuantas hayan podido tener lugar en la tierra: la de ser Madre de Dios.
La Anunciación y la Encamación que se consuma con la aceptación del mensaje divino, supone la llegada de la plenitud de los tiempos, el cumplimiento de los planes divinos de salvación. Yo mismo vendré y os salvaré, había anunciado al pueblo por medio del profeta Isaías.
Todo el poder de Dios arropa con su sombra a Nuestra Señora y el Verbo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, se hizo carne. El espíritu de Dios, que se cernía sobre las aguas en el relato del Génesis para dar vida a las cosas, desciende sobre la Virgen, que queda constituida en Tabernáculo del Dios Altísimo.
En aquel momento, en una aldea perdida en un rincón del vasto imperio, desconocida de los grandes de la tierra y con mala fama entre sus convecinos, tuvo lugar el portento de los siglos, en expresión del Papa Pablo VI.
Ninguna otra escena de la vida humana ha sido llevada al lienzo con tanto lirismo, ternura, belleza y hermosura como la escena de la Anunciación; los pintores de ayer y de hoy han volcado toda su inspiración para expresar la sorpresa de la Virgen y la emoción del ángel. Y lo mismo podríamos decir de los escultores o de los poetas.
Solo la Navidad le iguala en lirismo y poesía. El Nacimiento con la llegada de los pastores y los Magos ha sido motivo de subida inspiración para los artistas de todo género y de toda época.
Cuando la Virgen supo que su parienta Isabel esperaba un hijo, se puso en camino para prestarle una ayuda que, sin duda, le sería muy necesaria. Con ella pasó unos tres meses, hasta el nacimiento de Juan el Bautista, y se volvió a Nazaret ya con manifiestos síntomas de su embarazo.
Una vez que el ángel disipó las dudas de san José revelándole el misterio, tuvo lugar la ceremonia del matrimonio según el rito establecido por la ley mosaica.
Aquel día resaltaría más aún la belleza de la Virgen, que sería feliz viendo el gozo de su esposo y la alegría de parientes y vecinos.
Nada dicen los evangelios sobre aquellos meses de espera vividos en la paz de Nazaret, pero es fácil imaginar a la Virgen ilusionada preparando la «canastilla» para el hijo que sentía crecer en su seno y a san José atareado en la construcción de la cuna más hermosa de cuantas pudieran salir de su humilde taller.
Seis meses llevarían viviendo juntos el joven matrimonio cuando aparecieron los pregoneros del Gobernador proclamando un edicto del César por el que debían todos empadronarse. Los israelitas, como era su costumbre, en su lugar de origen. La paz de aquel pueblo, la tranquilidad y el sosiego de la joven pareja, la felicidad y la alegría que les proporcionaba su nuevo estado, vino a turbarse con aquel pregón.
No pocos de los vecinos del pueblo protestarían ante aquella intromisión de un gobernante ajeno a su pueblo. A la necesidad de viajar se añadía el inconveniente de tener que abandonar cultivos y ganados.