-
Hija del Padre y Madre del Hijo por el Espíritu Santo
«Continuidad ortológica» entre plenitud de gracia y maternidad divina
Desde este punto de vista, la posterior Asunción, por la que «la Madre de Dios es ya el cumplimiento escatológico de la Iglesia», no sólo era «moralmente conveniente» a quien nunca conoció el pecado, sino que también estaba en una especial «continuidad ontológica» con la plenitud de gracia.
Análogamente, esta plenitud de gracia se nos manifiesta no sólo como moralmente conveniente a la dignidad de quien había sido predestinada para ser Madre de Dios, sino también como en «continuidad ontológica» —que no es lo mismo que necesidad ontológica con la maternidad divina. Es decir, si no sólo el alma de María sino también su carne estaba plenamente «introducida» por participación en la Vida divina de la Trinidad, de modo que «por el Espíritu Santo» se hacía hija del Padre en el Hijo, también la materia de su carne estaba «otológicamente» dispuesta a concebir un hombre que fuese el Hijo de Dios.
Sin pretender atribuir al Papa estas reflexiones, no cabe duda de que a su luz adquirirían particular profundidad y realismo estas palabras suyas, ya citadas: «el Espíritu Santo, que ya había infundido la plenitud de gracia en María de Nazaret, plasmó en su seno virginal la naturaleza humana de Cristo». No deja de ser notable, por lo demás, que en ningún momento Juan Pablo II diga este tipo de afirmaciones hayan de entenderse como simples «apropiaciones».
En fin, esta hipótesis, que amplía las dimensiones del misterio de la Madre, llevaría a afirmar que Dios quiso que la carne de Cristo, que había de ser «introducida» de modo máximo en la vida de la Trinidad, mediante su asunción por el Verbo en unidad personal, fuese concebida de una mujer cuya misma carne estuviese ya plenamente «introducida», por participación, en esa vida divina. Con otros términos, el misterio de la kecharitoméne, de la gratia plena, es parte integrante del misterio de la Madre en cuanto tal: en una carne ya en su misma materialidad plenamente «introducida» en la vida íntima de Dios, la omnipotencia de la Trinidad formó una naturaleza humana «plasmada» —ungida en plenitud— por el Espíritu Santo. También desde esta perspectiva se puede y se de be decir con San Gregorio Magno que, en Jesucristo, «fue una misma cosa ser concebido del Espíritu Santo y de la carne de la Virgen y ser ungido por el Espíritu Santo».
Si la encarnación, en cuanto acción divina ad extra, es sin duda común a las tres Personas divinas, es igualmente indudable que en su término es intratrinitaria: es encarnación sólo del Hijo; y no parece que haya nada que impida pensar que en ese término existe también «algo» propio del Espíritu Santo —y no sólo la simple «apropiación» de la acción divina ad extra—, en el sentido de las anteriores reflexiones, y que permiten dar a María el título de Esposa del Espíritu Santo, no en el sentido en que una mujer es esposa de un varón, pero tampoco dando a ese título el significado de una simple «apropiación» derivada de apropiar al Espíritu Santo lo que la encarnación tuvo de acción divina ad extra.