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2 octubre 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

DEVOCIÓN A SAN JOSÉ (1 de 2)

Hemos considerado, a lo largo de las páginas precedentes, algunas de las virtudes que sobresalieron en la vida santa de san José, tan cercano a Jesús y a su esposa la Virgen María. Y hemos visto también la eminencia de su dignidad nacida de su matrimonio con la Santísima Virgen y de su paternidad legal, que no física, del Niño Jesús y de su cooperación al misterio de la Encarnación: solo a él le fue revelada la concepción virginal de María y solo él supo de la misión redentora del Señor, expresada en el nombre que él mismo le impuso por orden del ángel.

Esta dignidad, solo superada por la de la Virgen Santísima, su esposa, ha llevado a los teólogos y liturgistas a afirmar que el culto tributado a san José es especial, superior al del resto de los santos y solo inferior al debido a Nuestra Señora, que denominan de protodulía o primero entre los santos.

No obstante no deja de ser verdad lo que dice el beato Juan XXIII, el Papa que por su bondad mereció el título popular de «Papa bueno», que san José, fuera de algún brillo de su figura que aparece alguna vez en los escritos de los Padres, permaneció siglos y siglos en su característico ocultamiento, casi como una figura decorativa en el cuadro de la vida del Salvador. Y hubo de pasar algún tiempo antes de que su culto penetrase de los ojos al corazón de los fieles y de él sacasen especiales lecciones de oración y confiada devoción. Es lo que hemos definido más arriba como modelo de discreción.

Ciertamente, solo los Papas de los dos últimos siglos han dedicado interés preferente a san José. Han establecido fiestas litúrgicas en su honor, han enriquecido con indulgencias las oraciones a él dirigidas y han publicado encíclicas y exhortaciones instruyendo a los fieles sobre la misión de Custodio de Jesús que Dios le confió, exhortándoles a acudir a él con confianza y con frecuencia.

Pero ello no quiere decir que fuese un total desconocido para los fieles, para los santos o para los escritores sagrados. De él hacen mención san Agustín o san Jerónimo y, por el Papa san Calixto, sabemos que era venerado en algunas iglesias de Oriente mediado el siglo iv.

En los siglos II y III le dedicaron, tanto el Seudo-evangelio de Tomás como el Proto- evangelio de Santiago, no poco espacio, narrando mil acontecimientos maravillosos de su vida que, por desgracia, tienen poco que ver con la historia y mucho con la fábula. Ello originó con su desprestigio, el olvido del santo patriarca fuera de ambientes muy restringidos que lo asociaban a la adoración de los Magos o el nacimiento de Jesús.

En Occidente, totalmente oscurecido por el esplendor de su esposa, solo en el siglo ix aparece alguna referencia devocional en alguna abadía benedictina situada al sur de Alemania, al borde del lago Constanza, señalando ya el día 19 de marzo como el más apropiado para celebrar su fiesta.

Se extendió su conocimiento, aunque muy supeditado a las narraciones legendarias de los evangelios apócrifos, a lo largo de los siglos XII y XIII gracias a algunos santos, como san Bernardo o santo Tomás, santa Gertrudis o santa Brígida, y sabemos que en el año 1129 se le dedicó la primera iglesia de Occidente

Fue en el siglo xv cuando la devoción al santo Patriarca dio un salto de calidad gracias a las gestiones del Gran Canciller de la Universidad de París, Juan Gerson, y a la predicación de san Vicente Ferrer y de san Bernardino de Siena.

Fue también en este siglo xv, ya en sus años postreros, cuando el Papa Sixto IV incluyó su nombre en el catálogo de los santos y en el calendario litúrgico. Tampoco entonces cuajó del todo y hubo que esperar casi dos siglos hasta que otro Papa, Gregorio XV en 1621, declarase como fiesta de precepto el día 19 de marzo dedicado a san José. Ya para entonces era titular de gremios, cofradías y hermandades de las gentes dedicadas a trabajar la madera.

Pero fue ciertamente a partir de la segunda mitad del siglo xix cuando los Papas le hicieron objeto preferente de sus disposiciones y escritos.

Pío IX, cuya devoción al santo Patriarca era conocida de sus años de obispo y cardenal, fue el primero de estos pontífices que volvieron sus ojos a san José.

Le tocaron vivir tiempos verdaderamente convulsos y quiso poner el cuidado de la Iglesia en las manos del santo como única y segura esperanza ya en 1854, pero fue unos años más tarde, cuando el Concilio Vaticano I había tenido que ser interrumpido por los acontecimientos políticos del momento, cuando no dudó en proponer y proclamar a san José como patrono de la Iglesia universal, haciéndose eco de un deseo manifestado por un número muy considerable de los obispos y superiores generales de Congregaciones y Órdenes religiosas asistentes al concilio.

Fue el de León XIII uno de los pontificados más largos de la historia y de los más fecundos del Magisterio Papal. Al santo Patriarca dedicó una extensa e intensa encíclica que sirvió tanto para profundizar en el estudio de la misión de san José en la historia de salvación, como para extender y promocionar la devoción al santo.

Si grande fue la devoción de los pontífices que cubrieron la segunda mitad del siglo xix y trascendentales las disposiciones de su magisterio en orden a fomentar, extender y divulgar la devoción a san José, no le han ido a la zaga los grandes Papas del siglo xx, desde san Pío X, que enriqueció con especiales indulgencias el rezo de sus letanías, hasta Juan Pablo II, que dictó disposiciones diversas referentes al culto debido al santo y nos legó una Exhortación Apostólica, reiteradamente citada en este escrito, amén de multitud de citas en homilías, alocuciones o discursos.

Junto a ellos es preciso mencionar a Benedicto XV, que lo declaró patrono de los agonizantes y de la buena muerte, y a Pío XII, que instituyó en 1955 la fiesta de san José Obrero el día 1 de mayo, cristianizando así una fiesta iniciada años antes por las organizaciones obreras en reivindicación de sus derechos.

Juan XXIII introdujo su nombre en el Canon Romano de la Misa, y puso bajo su custodia y amparo el desarrollo del Concilio Vaticano II por él mismo convocado.

Todas estas actuaciones de los pontífices han ido oficializando una devoción que, como tantas otras, ha nacido y crecido en el corazón del pueblo cristiano; él había visto, intuido, no sin el influjo del Espíritu Santo, en san José el modelo acabado para su vida cristiana.

Su vida humilde, de trabajo, de silencio y cercanía a Jesús y a María es el modelo más apropiado para la vida santa a que estamos llamados los bautizados.

El patronazgo tan solemnemente proclamado por el Papa Pío IX sobre la Iglesia entera y sobre cada uno de los cristianos significa, en primer lugar, que toda la Iglesia y cada uno de sus miembros queda bajo su tutela y custodia, pero a la vez interpela a todos los cristianos a identificamos con él en la medida de nuestra propia capacidad, reconociéndole como modelo de nuestra vida y no solo como custodio de nuestra existencia.

Dicho patronazgo también nos invita a todos a tratarle más, a invocarle y a conocerlo pues solo si le conocemos y le tratamos podremos imitarle en su triple faceta de trabajador, esposo de María y custodio de Jesús.

No se compagina con su patronazgo el no recurrir a su patrocinio constantemente. En la guerra y en la paz, en la prosperidad y en la desgracia, en el gozo y en la aflicción ha de ser san José refugio y fortaleza, alegría y consuelo para cada uno de nosotros.

Así lo entendió el pueblo cristiano, que lo consideró patrono de la buena muerte mucho antes de que lo oficializara el Papa Benedicto XV el 25 de julio de 1920.

Nada dicen los evangelios sobre la muerte de san José, pero es opinión común que debió de tener lugar antes de que Jesús iniciase su vida pública.