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«A donde no quieras ir.» Y comenta Papini: «A la muerte de cruz, semejante a aquella en que me han clavado a mí. Sabe, pues, lo que quiere decir amarme. Mi amor es gemelo de la muerte. Porque os amaba me han muerto; por vuestro amor hacia mí os matarán a vosotros. Piensa, Simón de Jonás, cuál es el pacto que haces conmigo y la suerte que te está reservada (...). Tú responderás de ti y de todos los corderos que dejo a tu custodia, y en premio al cabo del trabajo, tendrás dos maderos y cuatro clavos, como yo, y la vida eterna. Escoge. Es la última vez que puedes escoger, y es una elección que haces para siempre, elección definitiva, de que te pediré cuenta como el amo al servidor que dejó en su puesto. Y ahora que has sabido y has decidido, ven conmigo y sígueme».
Pedro le siguió, pero volviéndose vio a Juan y se le ocurrió preguntar a Jesús: «Señor, ¿y éste qué?» Jesús le dijo: «Si yo quiero que éste permanezca hasta que yo venga ¿a ti qué? Tú sígueme» (Jn 21, 20-22). San Juan, que escribió su Evangelio a fin del siglo I, más de quince años después de la muerte de Pedro, y que conoció los rumores que, entre los primeros cristianos, se habían difundido sobre que él no moriría, lo aclaró en su relato: «Se divulgó entre los hermanos que aquel discípulo no moriría; mas no dijo Jesús que no moriría, sino: si yo quiero que éste permanezca hasta que yo venga, ¿a ti qué?» (Jn 21, 23).
Fue un modo muy delicado. Señor, el que tuviste para que Pedro reparase aquellas tres negaciones. Tú nunca le retiraste tu confianza, ni le revocaste su designación como piedra sobre la que edificar tu Iglesia al comprobar su debilidad. No mostró la firmeza de una roca cuando por tontos respetos humanos te negó repetidas veces; te hiciste cargo de su desorientación y del estado confuso en que se encontró en aquellas circunstancias, con su cabeza poco clara ante la avalancha de acontecimientos que escapaban a su previsión y, quizá, hasta su comprensión.
Tú llamas, y a esa llamada la conocemos con el nombre de vocación; y cuando nos llamas, ya sabes nuestra flaqueza, y también nuestra flojera, y ni lo uno ni lo otro, con los fallos que ocasionan, hacen mudar tu voluntad hacia nosotros. Tú das la vocación, y el que es llamado puede o no corresponder; puede corresponder al principio y luego abandonar, pero lo que no puede evitar, porque no depende de él sino de ti, es tener vocación, y tenerla de una vez para siempre. Tú te haces cargo hasta de que te dejemos caer a veces cuando quieres apoyarte en nosotros; tú comprendes y perdonas, y tienes una paciencia infinita con nuestros fallos. No, tú nunca eres el que nos dejas: somos nosotros los que te dejamos a ti, cuando a fuerza de no corresponder, de ceder sin lucha, de falta de compunción, de no quererte con todas sus consecuencias, cada vez nos vamos enfriando más, hasta que el aburguesamiento nos ciega, nos impide la visión sobrenatural, y nos conduce al abandono del camino por el que tú querías que anduviéramos.
¡Cómo emociona aquella reacción de Pedro cuando, al verte después de la tercera negación, «lloró amargamente»! Lloró porque te quería, y porque te quería, le dolió tanto su falta de lealtad que no pudo contener sus lágrimas de pesar. Y tú fuiste tan bueno que, a pesar de todo, no quisiste que pasara por falso, pues él dijo cuando todavía se fiaba de sí mismo: «aunque tenga que morir contigo, no te negaré». No murió contigo, pero sí murió por ti, por no negarte. Y comenta San Agustín: «Este fue el fin de aquel negador y amador: engreído con la presunción, postrado con la negación, purgado con las lágrimas, coronado con la pasión; este fin halló: morir en caridad perfecta por el nombre de Aquel con quien había prometido morir», realizando lo que a destiempo prometió su flaqueza (Tract., 123, 15).
Señor, ¿cómo podría yo reparar mis negaciones? Quizá, si tuviera más recogimiento, si no pusiera tanta atención en las trivialidades que me solicitan tantas veces al día, si luchara por ser más interior y menos superficial, quizá oyera tu voz sin sonido en lo más hondo de mi alma preguntándome, como a tu discípulo: ¿Me amas?, ¿me quieres de verdad, con obras, a costa tuya, como yo amé a mi Padre hasta morir en la cruz para que tú tuvieras fuerzas para seguirme? Porque quererte, Jesús, no es experimentar consuelos, ni consiste en una especie de bienestar interior, ni tan siguiera en sentirte cerca (siempre lo estás cuando el alma está en gracia..., y aun cuando no lo está, aunque de modo diferente). Quererte es hacer lo que te agrada; es averiguar lo que quieres de nosotros en cada momento y hacerlo, o al menos luchar por hacerlo. El amor une; pero lo que une a dos personas no es pensar lo mismo, ni tener los mismos sentimientos. Lo que las une es querer lo mismo. De modo que amarte, no con palabras ni con la boca, sino con obras y de verdad, es querer lo mismo que tú quisiste, es querer lo mismo que tú quieres, que es lo que quiere el Padre. Ya nos hizo saber el bienaventurado Josemaría Escrivá que la santidad —la identificación contigo— es cosa sencilla de entender: «Haz lo que debes y está en lo que haces» (Camino, n. 815). Tu gracia no falta nunca; es nuestra correspondencia, el esfuerzo por vencer la resistencia de la naturaleza caída lo que nos falla. Por eso, si luchamos por apartar lo que impide hacer lo que Tú quieres en cada momento, entonces estamos demostrando con obras que nuestro amor hacia ti no es un estado emocional, y por tanto, pasajero y dependiente de mil circunstancias accidentales. Tú pediste a Pedro con aquellas tres preguntas la firmeza y la entereza que le eran necesarias para cumplir la misión para la que le habías escogido.
También me las haces a mí, Señor, porque sé que quieres servirte de mi pequeñez para hacer cosas grandes. Tú dijiste —y yo lo sé por experiencia— que tu yugo es suave, y tu carga ligera; y así es, Jesús, cuando somos generosos en darte lo que nos pides; en cambio —y de esto todos tenemos experiencia también— esa tu carga se convierte en una pesadez que nos produce incomodidad y disgusto cuando hacemos lo que nos gusta y buscamos lo cómodo, es decir, cuando nuestra voluntad no está unida a la tuya., Lo que sucede es que hago muy superficialmente el examen de conciencia y no alcanzo a ver la importancia de estas pequeñas negaciones o traiciones y apenas si me entero de mi desamor.
Porque lo mismo que dijiste a Pedro me lo estás diciendo a mí: «Sígueme». Pero para eso es necesario —al menos, así lo dijiste— que al seguirte preceda la negación de nosotros mismos y tomar la cruz: sin la negación del propio yo y la disposición a tomar la cruz —aunque nos fuercen, como forzaron a Simón Cireneo— no podré seguirte. La verdad es que la cruz que de ordinario me pides que tome no es para hundir a nadie abrumado por su peso, pues se trata apenas de pequeñas mortificaciones, cosas así como tener la cortesía de ser puntuales y no hacer esperar a los que se han molestado en serlo; en vencer la pereza en el momento de levantarse por la mañana o de acostarse por la noche; en sonreír cuando lo que en realidad «nos sale» es algo muy distinto; en perseverar en el trabajo comenzado y terminarlo hasta el pequeño detalle que puede pasar inadvertido a los demás; en pasar por alto una impertinencia, sin convertirla en un drama; en no perder el tiempo en banalidades (¡habiendo tanto que hacer!), o dedicar una hora a lo que se puede hacer en quince minutos, o dejar el quehacer por falta de ganas. Y mil cosas más por este estilo.
Claro está, Señor, que yo no sé si andando el tiempo tu Providencia, y tu amor, permitirá que me aflija una enfermedad dolorosa, o la invalidez, o cualquiera de esas limitaciones que llevan consigo los años; o sufrimientos de otra especie. No puedo saberlo. Pero te pido que cuando lleguen, no me falte tu ayuda para recibirlos con el mismo amor con que tú te abrazaste a la Cruz, con la sobrenatural alegría de saber que estoy aliviándote a ti y ayudando a la Redención. Es verdad que, como te pedía el bienaventurado Josemaría, me gustaría morir sin dar la lata, sin causar demasiadas molestias a los demás; pero también decía que encontrar la Cruz era encontrarte a ti, y estar clavado contigo en la Cruz, un privilegio.
En todo caso, Jesús, mi voluntad es querer lo que, en cualquier momento y circunstancias, quieras de mí. Yo sé que tú das la gracia en proporción a la dificultad, de modo que lo que tú quieras lo quiero yo. Y mientras otra cosa no dispongas, yo me voy a esmerar en negarme muchas veces al cabo del día con el fin de apartar el más pequeño obstáculo que impida que haga bien lo que en cada momento quieras de mí; así me podré ir preparando para tomar la cruz y seguirte de cerca cuando llegue el momento, si ése es tu beneplácito y el modo como tú deseas que te dé gloria, de llevar una cruz más pesada y seguirte con ella a cuestas. O de dejarme clavar en ella hasta entregar, como tú, mi espíritu en las manos amorosas del Padre.