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15 octubre 2024

Ignacio Domínguez. El Salmo 2. Ed. Palabra, Madrid, 1977

Como Yo os he amado

Amaos los unos a los otros como Yo os he amado.

El mismo Cristo se pone como término de com­paración: sicut et ego: como yo.

La meta es divina. Y el hombre sólo puede to­carla cuando, con toda honradez, está en condi­ciones de hacer suyas las palabras de san Pablo: Ya no vivo yo: es Cristo quien vive en mí: y es Cristo quien ama en mí.

¿Cómo amó Cristo a los hombres?

Cristo amó a los hombres hasta la encarna­ción: Subsistiendo en la forma de Dios, no consi­deró como una presa arrebatada el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo to­mando forma de esclavo, hecho a semejanza de los hombres... (Filip 2, 67).

Cristo amó a los hombres hasta la muerte de cruz: Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, al final los amó hasta el colmo del amor (Jn 13, 1): et traditit semetipsum: se entregó a sí mismo hasta la locura de la cruz.

Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos (Jn 15, 13).

La puerta queda abierta para todos nosotros: dar la vida... ¡por amor!: como Cristo.

Como Cristo, Maestro bueno, que enseña al hombre lo que debe hacer para entrar en el Reino (Mc 10, 17);

Como Cristo, buen Samaritano, que venda las heridas del que ha caído en manos ase­sinas (Lc 10, 30);

Como Cristo, buen Pastor, que da la vida por las ovejas de su rebaño (Jn 10, 11).

Cristo es el modelo: amad como yo: sicut et ego.

Así lo hizo san Esteban: rezaba por aque­llos que, llenos de odio y de rabia, le arro­jaban piedras hasta darle muerte;

así lo hizo también san Pablo: deseaba él mismo ser anatema en favor de sus hermanos los judíos: esos mismos judíos que in­tentaban darle muerte;

así lo hicieron, y lo hacen, todos los santos.

Sicut et ego: amad como yo: y Cristo, en la Cruz, muere intercediendo por los que lo matan, mue­re para que, también sus asesinos, encuentren el perdón.

Esto es amor.

En esto conocerán que sois mis discípulos

Ser discípulo de Cristo no es lo mismo que ser discípulo de los filósofos griegos o de los rabinos de Israel. Los discípulos de éstos, al terminar los estudios, se emancipaban de sus maestros y se constituían ellos mismos en maestros.

El discípulo de Cristo no será nunca maestro: A nadie llaméis maestro sobre la tierra, porque Maestro no tenéis más que uno: Cristo: Y todos vosotros sois hermanos (Mt 23, 8).

Y Cristo-Maestro, a la hora de las despedidas, cuando envía a los suyos como continuadores de la misión que El mismo ha venido a establecer, les dice: Amaos los unos a los otros, como yo os he amado: en eso —justo en eso— os reconocerán como discípulos míos.

No es señal propia y característica del discí­pulo de Cristo el conocimiento de Dios. San Pablo nos habla de aquellos que habiendo co­nocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias (Rom 1, 21);

tampoco es señal definitiva la plegaria de in­vocación, pues sabemos por el Evangelio que no todo el que diga «¡Señor! ¡Señor!» en­trará en el Reino de los cielos: hay lobos vestidos de ovejas, hay falsos profetas que engañan a muchos;

— Pero más aún: ni siquiera es señal definiti­va del cristiano la facultad de hacer milagros, ni el don de profecía, ni la fuerza para ex­pulsar demonios. Y así, muchos dirán en aquel día: Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echamos a los demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y les responderá Cristo: Nescio vos: discedite a me qui operamini iniquitatem: no os conozco, apartaos de mí los obradores de la iniquidad.

La señal que distingue a los cristianos es el amor: In hoc cognoscent: en esto os conocerán: en que os amáis como yo os he amado: sicut et ego dilexi vos.

Por eso, dice san Pablo: Aunque hablase la len­gua de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena a címbalo que retiñe; y si poseyera la profecía y conociera todos los misterios de la ciencia, si no tengo cari­dad, nada soy; y si repartiere todos mis haberes, y aún entregase mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, de nada me aprovecha.

Y las características de la caridad son éstas:

La caridad es paciente, es benigna, no tiene en­vidia, no se engríe, no se ensoberbece; la caridad es modesta, sencilla, no busca lo suyo, no se exas­pera, no toma en cuenta el mal; no se goza con la injusticia: se goza con la verdad; todo lo disimu­la, todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. La caridad no falla jamás: las profecías pasarán, las lenguas cesarán, la ciencia se desvanecerá..., pero la caridad permanece para siempre.

Dice san Juan de la Cruz: «En el atardecer de nuestra vida, nos examinarán de Amor». Y para un examen hay que prepararse bien, con mentali­dad secular, con honradez: está en juego la eter­nidad.

Maña abüt in montana cum festinatione...: la Virgen se puso en marcha, de prisa, hacia la montaña, para servir a su prima Isabel que espe­raba un niño... El amor es servicial.

Y la Virgen sabe mucho de amor: ella es Mater pulchrae dilectionis; la Madre del Amor Hermoso: puro, entregado, que va hasta el fin.