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Hija del Padre y Madre del Hijo por el Espíritu Santo
«Continuidad ortológica» entre plenitud de gracia y maternidad divina
Hay, en el designio divino, una peculiar relación entre la plenitud de gracia de María y la Encarnación del Verbo en la plenitud de los tiempos. «Esta plenitud (de los tiempos) —escribe Juan Pablo II— (...) señala el momento en el que el Espíritu Santo, que ya había infundido la plenitud de gracia en María de Nazaret, plasmó en su seno virginal la naturaleza humana de Cristo». La elección de la Virgen de Nazaret «al sumo cometido y dignidad de Madre del Hijo de Dios, a nivel ontológico, se refiere a la realidad misma de la unión de las dos naturalezas en la Persona del Verbo (unión hipostática). Este hecho fundamental de ser la Madre del Hijo de Dios supone, desde el principio, una apertura total a la persona de Cristo, a toda su obra y misión». Es decir, según el libérrimo designio de Dios, la encarnación del Verbo y, por tanto, la maternidad divina de la Santísima Virgen supone esa total apertura de María a Cristo «desde el principio», desde antes de la encarnación; apertura que es la disposición de la persona correspondiente a la plenitud de la gracia de la adopción filial en el Hijo por el Espíritu Santo.
En esta línea de reflexión teológica, Santo Tomás llegó a escribir que ab anima eius (de María) gratia redundavit in carnem; nam per Spiritus Sancti gratiam, non solum mens Virginis fuit Deo per amorem perfecte unitam, sed eius uterus a Spiritu Sancto est supernaturaliter impraegnatus. En realidad, como espíritu y materia constituyen en el hombre una unidad substancial, también en nosotros —con palabras de Mons. Escrivá de Balaguer—, «la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección futura». Entonces, ¿en qué puede consistir la peculiaridad de esa «redundancia» de la gracia sobre el cuerpo, en el caso de María? ¿Queda un «espacio metafísico» para concebir una plena redundancia de la gracia sobre la carne, que sea consecuencia exclusiva de la plenitud de gracia y esté dirigida, como afirma Santo Tomás, a la maternidad divina?
Esa plena redundancia no parece que pueda ser más que la total santificación o deificación de la carne en su misma materialidad, más difícil aún de entender para nosotros que la deificación del espíritu, pero que no es imposible. Es más, esa plena deificación de la carne es el estado escatológico de la materia humana, ya realiza do en Cristo glorioso y en la misma Virgen tras su Asunción a la Gloria, como primicias del estado definitivo del mundo, cuando tras la plena recapitulación (anakefalaiósis) de todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 10), «Dios lo sea todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 28). Además, una «deificación escatológica anticipada de la carne» tuvo ciertamente lugar en Cristo, pues su carne —según Santo Tomás— era una carne deificada no sólo en el sentido de pertenecer a una Persona divina, sino también en cuanto en sí misma participaba de los dones de la divinidad del modo más abundante, es decir en plenitud.
Desde luego, esta posible deificación escatológica anticipada no se extendió en María —como tampoco en Cristo antes de la resurrección— a manifestaciones preternaturales de glorificación sensible: se encontraba en un estado de kénosis, análogo al de la Humanidad de su Hijo.
Si se acepta esta hipótesis, inspirada en Santo Tomás, de una «deificación escatológica anticipada del cuerpo de María», como parte integrante de la plenitud de su gracia, y la consideramos a la luz del «contenido trinitario» de esa deificación, habría que concluir que la plenitud de gracia de María, ya antes de la Anunciación, era real plenitud también porque aquella misteriosa «introducción» en la Trinidad por la que la unión con el Amor infinito, que es el Espíritu Santo, produce la identificación con el Hijo de modo que, en el Hijo, se es hijo del Padre, afectaba plenamente a la materialidad misma de su carne.