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11 octubre 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

4. El caso de Pedro

Los ángeles que estaban en el sepulcro vacío cuando llegaron las mujeres les dijeron, para que lo comunicaran a los discípulos, que le verían en Galilea. Después de la aparición de Jesús resucitado a Tomás, el evangelista San Juan (21, 1-23) refiere la aparición que tuvo lugar a orillas del mar de Tiberíades; a su vez, San Mateo (28, 16-20) relata otra aparición en Galilea: San Lucas (24, 44-49) parece que prolonga la aparición a los discípulos que tuvo lugar el domingo de la resurrección por la tarde, pero la continuación: «los sacó hasta cerca de Betania...» y les bendijo mientras se elevaba al Cielo parece indicar que quizá se refiera a otra inmediatamente anterior a la ascensión; por último, San Marcos (16, 14-18) hace pensar que también se refiere a la primera aparición a los discípulos, pero la continuación es análoga a la de San Lucas: «El Señor Jesús, después de hablarles, se elevó al Cielo...»

Como San Juan está reconocido como el evangelista más fiel en cuanto a la cronología, nos ocuparemos primero de su relato. Ya los discípulos en Galilea, conforme se les había mandado, esperaron las nuevas manifestaciones del Señor, y entre tanto volvieron a sus tareas de antes. Una tarde, probablemente en Cafarnaum, donde tenía su casa y su barca, Pedro dijo: «Voy a pescar». Estaban con él Tomás, Santiago y Juan, Natanael «y otros dos» de los discípulos de Jesús, cuyos nombres no dio San Juan. Al oír que iba a pescar dijeron: «Vamos también nosotros contigo», y se embarcaron con Pedro. Transcurrió la noche y llegó el amanecer sin que hubieran pescado nada; estaban lo suficientemente cerca de tierra («unos doscientos codos») como para ver y oír que alguien desde la orilla les dijo: «Muchachos ¿tenéis algo que comer?» Al responderle negativamente, Jesús les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Así lo hicieron y apenas podían sacarla por la gran cantidad de peces que había en la red. Juan, con aquella peculiar sensibilidad que tenía para las cosas de Jesús, y recordando quizá aquella otra ocasión en que, en análogas circunstancias, les mandó ir mar adentro, donde sí encontraron pesca, dijo: «¡Es el Señor!»; al oírlo, Pedro se ciñó la túnica y se echó al agua, llegando a nado a la orilla mientras los otros arrastraban la red hacia tierra.

Al llegar se encontraron con un pez asándose sobre unas brasas y pan. Jesús les hizo traer algunos peces más, de los que habían recogido, pues evidentemente con uno no había para los siete. «Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes, y aunque eran tantos no se rompió la red. Jesús les dijo: Venid y comed. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Tú quién eres?, pues sabían que era el Señor» (Jn 21, 11-12). Jesús les distribuyó el pan y los peces.

Después de haber comido, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te amo». Le dijo: «Apacienta mis corderos». De nuevo le preguntó por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te amo». Le dijo: «Apacienta mis ovejas». Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez si le amaba, y le contestó: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo». Le dijo Jesús: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-17).

Por supuesto no es posible saber si Jesús hizo a Pedro las tres preguntas seguidas, o si en la conversación con los discípulos las hizo en alguna pausa, algo distanciadas unas de otras, cosa al parecer más probable, habida cuenta que tampoco las negaciones fueron seguidas una tras otra. Si Jesús hubiera hecho a Pedro esta pregunta un mes antes, seguro que hubiera respondido de otro modo, afirmando con plena seguridad y hasta quizá poniéndose en este aspecto por encima de los otros. Pero después de la amarga experiencia sufrida en el atrio de la casa del pontífice en aquella noche aciaga, que ya nunca se apartaría de su memoria, ante la presencia de los criados, Pedro se había hecho mucho más cauto y no se fiaba tanto de sí mismo. Sus respuestas ahora fueron unas respuestas humildes, sin temerarios alardes: «Sí, Señor, tú sabes que te amo», dijo las dos primeras veces. Ya no funda sus respuestas en los propios sentimientos (había escarmentado), sino en la sabiduría del Maestro. Probablemente se debió quedar un tanto desconcertado cuando Jesús se lo preguntó la primera vez; cuando le hizo la pregunta por segunda vez, quizá no sintiera sólo desconcierto, sino también una cierta inquietud, ese tipo de inquietud que se experimenta cuando uno no sabe a qué atenerse, cuando no acierta a comprender la razón de una pregunta tan personal.

Hay un matiz distinto cuando, al ser preguntado por tercera vez, responde de nuevo en el mismo sentido. Papini, en su Historia de Cristo, al llegar a este punto y glosando, quizá, la expresión: «Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez si le amaba», dice que «exclamó casi llorando: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». No resulta muy difícil hacerse cargo de la congoja de Pedro al ver cómo Jesús insistía una y otra vez en preguntarle si le amaba, como si no estuviera muy seguro de ello y necesitara cerciorarse.

En sus preguntas, Jesús utilizó dos veces el verbo (según la Vulgata) diligere, no el verbo amare, que sólo emplea la tercera vez. Y el verbo diligere significa amar con la voluntad, en tanto que amare hace más bien referencia al sentimiento. Podríamos decir que diligere se traduciría más propiamente por querer, y que querer es propio de la voluntad, en la que hay más firmeza que en el sentimiento porque (dejando aparte que el sentimiento es un estado de ánimo que se muda con facilidad) es capaz de seguir queriendo contra lo que un hombre sienta. Un ejemplo muy expresivo es la oración de Jesús en Gethsemaní, en la que se muestra la firmeza de la voluntad de agradar al Padre a costa propia, queriendo hacer la voluntad del Padre cuando lo que sentía toda su humanidad era una gran repugnancia a los sufrimientos que le esperaban.

Jesús, pues, pidió a Pedro un amor más firme y mejor fundado que el que manifestaba el sentimiento: menos entusiasmo, menos exaltación, pero mayor determinación, aunque sin excluir el sentimiento; en resumen, lo que los teólogos llaman amor efectivo y amor afectivo; y según se desprende del texto, el Señor pidió a Pedro que el primero duplicara al segundo.

Fueron también estas preguntas un modo, y muy delicado, de que Pedro reparara públicamente las tres negaciones que, también públicamente, había hecho cuando Jesús estaba siendo humillado. Cabe asimismo que Pedro lo hubiera percibido y la emoción diera a su última respuesta ese matiz distinto.

Ahora bien: a cada afirmación que Pedro hizo de su amor, Jesús correspondió confiándole sus corderos y sus ovejas, es decir, confirmándole como la piedra sobre la que edificaría su Iglesia, y tanto el cuidado de los fieles como el de sus pastores. Jesús, sin embargo, después de la tercera pregunta y de la tercera respuesta, prosiguió diciéndole:

En verdad, en verdad te digo que cuando eras más joven te ceñías tú mismo e ibas a donde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Después añadió: Sígueme (Jn 21, 18 y 19).