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5 enero 2024

Suárez. La pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Suárez

2. El prendimiento

Como ocurre en tantos otros pasajes de los Evangelios, tampoco en éste coinciden los evangelistas, ni siquiera los sinópticos, lo cual, lejos de ser un inconveniente, es más bien una garantía de veracidad, pues lo que realmente sería sospechoso es que dos testigos y un médico que confesó enterarse puntualmente de lo ocurrido (Lucas) coincidiesen en todos los detalles, cosa solamente posible si se hubieran puesto previamente de acuerdo. Digamos que los relatos se complementan y permiten una visión, como en relieve, de la pasión. No en vano fue el Espíritu Santo el que sugirió a cada uno lo que debía escribir.

Terminada su oración, Jesús estaba ya dispuesto a afrontar todo lo que le esperaba, desde los comienzos hasta la consumación. «Mirad —dijo a Pedro, Santiago y Juan— ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos: ya llega el que me va a entregar» (Mt 26, 45).

En efecto, todavía estaba hablando, prosigue diciendo San Mateo, «cuando llegó Judas, uno de los doce, acompañado de un gran gentío con espadas y palos». No se trataba de una especie de motín, de gente indignada que en un momento de arrebato van a prender o a castigar a un delincuente. Tanto Mateo como Marcos dicen explícitamente que iban «enviados por los príncipes de los sacerdotes y ancianos del pueblo», y San Juan añade todavía otro detalle: que además de los servidores de «los pontífices y los fariseos» con «linternas, antorchas y armas», fue con ellos una cohorte al Huerto de los Olivos: Judas (que conocía el lugar porque había acompañado en otras ocasiones a Jesús, que lo utilizaba con alguna frecuencia) se hizo acompañar por una cohorte de soldados romanos que Pilato había autorizado (Jn 18,3) para mayor seguridad, y era —como dice San Lucas— el que «iba en primer lugar y delante de ellos» (22, 47). Realizar de noche la operación daba cierta seguridad de acabarla con éxito, pues de día, con la afluencia de peregrinos a Jerusalem (muchos de ellos galileos) con motivo de la Pascua, había peligro de que se formara un tumulto, con intervención de soldados romanos para aplacarlo, y que el resultado de toda la conspiración acabara en nada. En efecto, si antes no le habían detenido y acusado no fue por faltarles el deseo, sino «por miedo al pueblo, que le tenía por profeta y le creía» (Mt 21, 46).

Lo de las linternas y antorchas era necesario, pues debía ser pasada ya la media noche y en la oscuridad de Gethsemaní no había modo de distinguir sino sombras; la señal que Judas había dado («aquel a quien yo bese, ése es; prendedlo y conducidlo con cautela», Me 14,44) también era una precaución de la que no podían prescindir: muchos de la cohorte, y aun de los servidores que habían enviado los pontífices, los ancianos y los fariseos no le conocían, o no estaban tan familiarizados con Él como para localizarle entre los otros discípulos, y la noche ayudaba a confundir unos con otros.

Saliendo, pues, Jesús al encuentro de Judas y sus acompañantes, y sabiendo todo lo que le iba a ocurrir, se adelantó y les dijo: «¿A quién buscáis?» Le respondieron: «A Jesús el Nazareno.» Jesús les contestó: «Yo soy.» Judas, el que le había de entregar, estaba con ellos. Cuando les dijo: «Yo soy», retrocedieron y cayeron por tierra. Les preguntó de nuevo: «¿A quién buscáis?» Ellos respondieron: «A Jesús Nazareno.» Jesús contestó: «Os he dicho que yo soy; si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos.» Así se cumplió la palabra que había dicho. «No he perdido ninguno de los que tú me diste» (Jn 18,4-9).

A continuación, Juan (10-11) relata cómo Pedro sacó su espada y golpeó con ella a un criado del Pontífice, de nombre Maleo, cortándole la oreja derecha. Entonces Jesús dirigiéndose a Pedro le dijo: «Vuelve tu espada a su sitio porque todos los que emplean espada, a espada morirán. ¿O piensas que no puedo recurrir a mi Padre y al instante pondría a mi disposición más de doce legiones de ángeles? ¿Cómo, entonces, se cumplirían las Escrituras, según las cuales tiene que suceder así?» (Mt 26, 52-54). «¿Acaso no voy a beber el cáliz que el Padre me ha dado?» (Jn 18, 11). Y tocando la oreja del herido la restituyó sana. (Este pormenor sólo lo menciona Lucas, 22, 51.)

Puesto que cada evangelista relata aquello que más le llamó la atención (en el último extremo, lo que le inspiró el Espíritu Santo atendido el público al que inmediatamente estaba dirigido) en el breve resumen que hizo del prendimiento (excepto San Juan, que ya escribió con la intención de resaltar la divinidad de Jesús), y no es posible saber de cierto cómo se fueron sucediendo los acontecimientos y en qué momento se pronunciaron las palabras, quizá sea lícito intentar contemplar el desarrollo de los hechos, no siguiendo a un determinado evangelista, sino combinando los datos de una manera plausible, ya que cierta es imposible, complementando los datos de unos y otros y completando la escena.

El tropel de gente que iluminando apenas el entorno con las antorchas y linternas llegaron a Gethsemaní no tenían más señal para entrar en acción que el beso que Judas debía dar a Jesús para localizarle; tampoco sabían si tendrían que ir recorriendo el Huerto de los Olivos de una parte a otra hasta encontrarle. Mas he aquí que fue Jesús el que salió a su encuentro sorprendiéndolos desprevenidos, probablemente cerca de la entrada donde había dejado horas antes a los ocho discípulos, de modo que todo aquel gentío, cohorte incluida, se vio sorprendido al oír que alguien les salía al encuentro desde la oscuridad preguntándoles a quién buscaban. Al oír «Yo soy», retrocedieron (quizá atemorizados por la fama de Jesús y el conocimiento de su poder, y acaso también por la sorpresa y, retrocediendo quizá los de delante y tropezando con los de detrás, cayeron al suelo). Es en este momento cuando podría intercalarse el pasaje de Pedro y su espada. Animados los discípulos por la respuesta de Jesús y el efecto de sus palabras, y pensando acaso que el Señor iba a librarse de ellos aprovechando la confusión, le preguntaron: «Señor, ¿heriremos con la espada?» (Le 22, 41). Pedro, como de costumbre, reaccionó el primero sin esperar respuesta desenvainando su espada y golpeando a ciegas; Jesús le contuvo, curó la herida al criado del Pontífice y reanudó su diálogo con los que iban a por él. «¿A quién buscáis?», preguntó de nuevo. «A Jesús Nazareno». Se identificó otra vez y pidió que dejaran ir a sus discípulos (Jn 18, 8).

Se le acercó entonces Judas y «le dijo: Salve, Rabbí, y le besó». Pero Jesús le dijo: «Amigo, ¡a lo que has venido!» (Mt 26, 49 y 50). «¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?» (Le 22, 48). Entonces la cohorte, el tribuno y los servidores de los judíos prendieron a Jesús y le ataron.

Dirigiéndose a las turbas les habló Jesús: «¿Cómo contra un ladrón habéis salido con espadas y palos a prenderme? Todos los días estaba entre vosotros en el Templo enseñando y no me prendisteis: pero para que se cumplan las Escrituras» (Me 14, 48 y 49). Y entonces —prosigue diciendo San Mateo— «todos los discípulos, abandonándole, huyeron» (Mt 26, 56). Entonces: cuando le vieron maniatado, supieron, a juzgar por las palabras dirigidas a los que habían ido contra El, que no iba a hacer nada por librarse de sus enemigos, y que por tanto no había ya nada que pudieran hacer; así pues, huyeron, como el que reconoce una derrota y el fin de la causa en la que habían creído.

Con todo su talento, y con esa su manera tan peculiar que tenía San Agustín de considerar las Escrituras, utilizando contrastes y contraponiendo situaciones, al referirse a la pregunta que tú, Señor, hiciste a la turba que había invadido el Huerto, y a la respuesta que tú mismo diste a su contestación, escribió en su comentario al Evangelio de San Juan: «Yo soy, dice, y derriba a los impíos. ¿Qué hará cuando venga a juzgar, si esto hizo cuando iba a ser juzgado? ¿Cuál no será el poder del que ha de reinar, si tal fue el del que iba a morir?» (Tract., 112, 3). O más adelante: «Ellos buscaban con odio al que querían matar; Él nos buscaba a nosotros con su muerte».