Página inicio

-

Agenda

30 enero 2024

Mercedes Eguíbar. Salmo II. Ediciones Rialp. Madrid

¡VENTUROSOS LOS QUE A EL SE CONFIAN!

Esperanza en la soledad

«Acuérdate de mí cuando estés en el Paraíso» puede ser tema de diálogo con el Señor cuando, después de haberle de­jado un tiempo, nos encontremos lejos de EL

Volvemos a María y la encontramos ahora sola, pues Jesús ha muerto. La Vir­gen, recogida en oración, mantiene con su esperanza a los apóstoles. Tiene gra­bados en su corazón todos los momentos de la vida del Señor y ya es tiempo de contarlos. Serena la inquietud de aque­llos hombres que se encuentran descon­certados y les dice que confíen, que espe­ren, que den tiempo al tiempo. La preci­pitación es una señal de que aparece la desconfianza, y María —«Esperanza Nuestra»— consigue reunirlos en el ce­náculo. No sabemos cuál sería el tema de conversación, pero es fácil adivinar que, estando Ella presente, se hablaría de Je­sús y todos escucharían sus palabras con fe. María supo dar paz a los apóstoles. La Esclava del Señor, cuando es necesario y oportuno, sale del anonimato para conti­nuar la obra de su Hijo. Sabe, porque es Sede de la Sabiduría, cómo decirles aque­llas cosas que «ponderaba en su corazón» durante la vida de Jesús y revive en ellos situaciones y palabras con un «algo» es­pecial que les hace descubrir perspecti­vas nuevas, que Ella —la Mujer entre las mujeres— descubrió a los que, metidos en sus preocupaciones, no supieron dar­les la profundidad que requerían.

Es el momento en que los apóstoles se dan cuenta de la santidad de María. Has­ta ahora, para ellos era la Madre de Cris­to, un personaje secundario a quien que­rían; pero a quien no habían descubierto en su auténtica dimensión.

María, la Esperanza, la Esclava del Se­ñor, aparece a sus ojos tan crecida, tan grande, que vuelve a renacer en ellos la ilusión. Tres días en los que la Virgen demostró la enorme capacidad de amor y de sometimiento hacia todo lo que Je­sús en su vida pública había ido ense­ñando: ¿quién ama más que María? Ni siquiera San Juan, que reclinó la cabeza sobre el pecho del Señor, supo ver la grandeza del corazón de la Virgen hasta que el Señor en la Cruz se la confió.

¿Quién supo confiar en Jesús más que María?

Por eso la esperanza la tenemos que buscar en nuestra Madre. Tenemos que pedirle con fuerza que nos abr a. su cora­zón y nos explique la vida de Jesús, para que la conozcamos con mayo»" amplitud y nos resulte más sencillo imitarle.

Este salmo 2, que comenzamos llamán­dole de «La Esperanza», termina, lo ter­minamos, con esa advocación que pode­mos repetir mil y mil veces al día: Santa María, Esperanza nuestra, Esclava del Se­ñor, Sede de la Sabiduría: enséñanos a esperar, a conocer y a amar a Jesucristo.

Es en Belén de Judá donde escucha­mos, por primera vez, el «Gloria in excelsis Deo», y es precisamente anuncio de un gozo especial: el Rey, el Mesías, ha ve­nido al mundo.

Hay alegría en la tierra porque todavía se puede entonar ese canto.

Jesús puede renacer en nuestro cora­zón diariamente, y, después de las enseñanzas recibidas, nos es fácil exclamar: ¡Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo!

Como de nosotros depende que se haga realidad en la vida de los hombres este acto de alabanza, enseñaremos que el agradecimiento debe formar parte del amor. Un amor agradecido atrae, porque el agradecimiento en su fondo esconde a la humildad. Y al contemplar las maravi­llas que Dios realiza en las criaturas, le damos gracias y le pedimos que no se ausente y que siga derramándolas sobre nosotros.

Y es la naturaleza la que nos habla, sin palabras, de la grandeza de Dios. No ne­cesitamos esforzarnos; habla sólo el co­razón. Y es la vida misma, que nos brinda la lucha recia para alcanzar el Amor. De­seamos poder exclamar al final del corto periodo en la tierra, al unísono con el apóstol: «He concluido la carrera, he guardado la fe».

Para conseguirlo, la esperanza ocupa un lugar preeminente porque da paso a la Caridad, que es el Amor al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.