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2. La negación de Pedro
Mientras esto sucedía en la casa de Anás, otro episodio se estaba desarrollando a unos pasos, en el atrio o patio entre la puerta de la calle y la de la casa.
La desbandada de los discípulos cuando prendieron a Jesús no fue general. Hubo dos que no se dispersaron: «Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús» (Jn 18, 15). Le seguían, pero —al parecer— no juntos. Hay dos datos que parecen corroborar esta afirmación: Uno es que tanto Mateo (26, 58) como Lucas (22, 54) aseguran que «Pedro le seguía de lejos». Pedro, no Juan y Pedro; otro es que no llegaron juntos a la casa del Pontífice: primero llegó Juan, «que era conocido del Sumo Pontífice y entró con Jesús en el atrio» (Jn 18, 15), pero no con Pedro, que llegó después, cuando ya habían cerrado la puerta: «salió entonces el otro discípulo que era conocido del Sumo Pontífice, habló a la portera e introdujo a Pedro» (Jn 18, 15).
La situación, pues, en aquel momento era ésta: Jesús, acompañado por Juan, en la cámara donde Anás le interrogaba; Pedro, en el atrio; el resto de los discípulos, fuera, vagando por Dios sabe dónde.
En el atrio, naturalmente estaba la portera que, a indicación de Juan, había franqueado a Pedro la entrada; estaban asimismo los sirvientes, alguno de los cuales, al menos, eran de los que armados habían ido al Huerto de los Olivos. La madrugada era fría, de modo que habían encendido una hoguera. Pedro, una vez dentro —dice San Mateo— «se sentó con los sirvientes para ver el desenlace» (26, 58), y destemplado por los acontecimientos y el frío de la noche, estaba también con los demás alrededor del fuego. Al verle allí la portera (que como es natural conocía a los sirvientes de la casa) y siéndole desconocido, dedujo su presencia allí en aquella hora tan intempestiva: «¿No eras también tú de los discípulos de ese hombre?» A la respuesta, la de que no le conocía, aun siendo análoga —aunque con distintas palabras—, San Marcos añade un pormenor importante: Pedro respondió a la portera diciendo: «Ni lo conozco ni sé de qué hablas; y salió fuera, al vestíbulo de la casa, y cantó un gallo» (Me 14, 68).
Pedro ni se dio cuenta de que el gallo había cantado por primera vez; estaba demasiado confundido por la rápida sucesión de acontecimientos imprevistos por él, tanto que todavía no había asimilado lo que estaba ocurriendo. De nuevo la criada empezó a decir otra vez a los que estaban alrededor: «Éste es también de los suyos» (Me 14, 69). Pedro, de nuevo, lo volvió a negar.
Pasado como cosa de una hora —así lo dice San Lucas, 22, 59—, otro de los que estaban allí dijo: «Cierto, éste estaba con él, pues también es galileo.» Claro, no era fácil estar allí con los demás alrededor del fuego sin decir una palabra, de modo que su acento denunció su procedencia de Galilea; pues —como dice San Juan— esto lo dijo «uno de los siervos del Pontífice, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja», el cual añadió: «¿acaso no te vi yo en el Huerto con él?»
Tanto Marcos como Mateo coinciden en que esta tercera negación de Pedro fue más violenta que las anteriores: ambos hablan de imprecaciones y juramentos: «él comenzó a decir imprecaciones y a jurar: No conozco a ese hombre del que habláis» (Me 14, 71; Mt 26, 74). Y justamente entonces concurrieron dos circunstancias que fueron decisivas para Pedro: coincidió el segundo canto del gallo con el momento en que Jesús, maniatado como si fuera un peligroso delincuente, salió de la casa de Anás para ser conducido a la de Caifás. Entonces «el Señor se volvió y miró a Pedro. Y recordó Pedro las palabras que el Señor le había dicho: Antes de que el gallo cante hoy, me habrás negado tres veces» (Le 22, 61). Entonces Pedro cayó en la cuenta de lo que había hecho: «y saliendo afuera lloró amargamente», prosigue diciendo San Lucas. No intentó paliar su conducta con excusas, explicaciones y atenuantes: simplemente se puso a llorar como un hombre que reconoce haber hecho daño, y le duele tan profundamente que su único modo de atenuar su dolor nacido del amor es «llorar amargamente». «No sin motivo —explica Luis de la Palma— permitió el Señor que la piedra fundamental de su Iglesia pecara y flaqueara así. Podemos aprender con esto que nadie debe confiar presuntuosamente en sí mismo, pues un Apóstol tan privilegiado y querido cayó.»
Hay una terrible enseñanza en este episodio de las negaciones de Pedro. Comenta San Agustín que «no se realizó lo que éste dijo: daré mi vida por ti, sino que se cumplió lo que Él había predicho: me negarás tres veces». Así es, Señor, también con relación a nosotros. Nos fiamos más de lo que sentimos, incluso de lo que vemos, que de tus palabras. Y sin embargo tú dijiste: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán jamás» (Le 21, 33), y así es porque tienen valor de eternidad, y porque indican la verdadera realidad de las cosas. Tú dijiste: «Buscad el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán de añadidura» (Mt 6, 33), pero basta apenas una ojeada a nuestro alrededor para comprobar cómo nosotros, los que nos confesamos discípulos tuyos, nos ocupamos más de lograr pequeños objetivos temporales, muchas veces tontos y efímeros, y dejamos en segundo término lo fundamental, para lo que apenas tenemos tiempo, con lo que demostramos no estar demasiado convencidos de la verdad de tus palabras y de que nos fiamos más de nuestra visión de las cosas que de lo que tú dijiste.
Ante unos criados Pedro se acobarda y te niega a ti, a su Maestro, a su amigo; ante unos compañeros o conocidos, yo también te he negado muchas veces a causa de eso que se conoce con la expresión «respetos humanos».
Sé muy bien que volveré a encontrarme muchas más veces en una ocasión semejante; que la confesión clara y sin rodeos de mi condición de seguidor tuyo —aunque no muy consecuente a veces— puede llevar el riesgo de ser injustamente postergado en el terreno profesional, social, político... Pero tú, Señor, dame la valentía de comportarme lealmente contigo, sin negarte con las palabras ni con las obras.
Un gran amador tuyo, que hasta que tú lo atrajiste con tu gracia había sufrido a su costa la debilidad humana, San Agustín, hizo este comentario: «Ahí tenéis a la columna firmísima temblando de arriba a abajo al impulso de un ligero viento». Cierto, Señor, pero no seremos nosotros, más débiles aún que Pedro, los que nos escandalicemos de sus negaciones, porque nos son conocidas: nosotros te hemos negado en circunstancias menos comprometidas que aquélla, y con mayor deliberación. Y me parece, Señor, que tú has querido que en los Evangelios se relatara la caída de Pedro tanto para que jamás confiemos en nuestras propias fuerzas, por muy seguros que estemos de nuestro amor hacia ti (y nunca será tan grande y verdadero como el de Pedro), como para que aprendamos una lección muy importante.
En efecto, cuando nos preguntamos cómo pudo el que habías designado como fundamento de tu Iglesia llegar al extremo de negarte repetida y públicamente, quizá la explicación esté en unas palabras de San Mateo (26, 38): «Pedro, por su parte, le seguía de lejos». No se alejó como los otros discípulos, pero tampoco se pegó a ti, como hizo Juan; no se quedó en la calle, rondando alrededor de las casas de Anás y Caifás para ver en qué paraba todo, pero tampoco entró, como Juan, en la estancia donde te interrogaron y te humillaron. Ni te abandonó como los discípulos, ni te siguió de cerca como Juan: se mantuvo en un lugar intermedio. Te seguía, pero de lejos.