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23 enero 2024

Mercedes Eguíbar. Salmo II. Ediciones Rialp. Madrid

¡VENTUROSOS LOS QUE A EL SE CONFIAN!

En Caná de Galilea (II)

La vida interior consiste en que conte­mos en todo momento con el Señor. Cada uno con nuestro modo peculiar de expre­sarnos, sin necesidad de retórica o frases hechas que puedan impedir la naturali­dad del hijo que habla con su Padre.

Se establece un diálogo sencillo, huma­no y divino entre Dios y nosotros, que calmará nuestra ansiedad y será el des­ahogo de las tribulaciones o el acicate para esa lucha alegre y confiada. El cora­zón puede explayarse porque Dios escu­cha. Diálogo ininterrumpido, porque en los afanes del día también le hacemos to­mar parte activa, y cuando llega el mo­mento del descanso, sin palabras, le ofre­cemos un día lleno hasta los bordes de unos deseos imperfectos, que El tiene que perfeccionar.

Es indudable que cuando dejamos que Dios forme parte de nuestra vida nos en­riquecemos, porque la paz, la alegría y la inquietud de querer dar más se exteriori­zan. Nadie puede ocultar una felicidad ni una pena. Los actos, los movimientos, las expresiones, incluso el ritmo que damos al trabajo, va impregnado de esa paz o de esa tristeza interior. Y es indudable —lo sabemos por experiencia propia— que los demás se acercan a nosotros cuando advierten esa paz, que algunos no sabrán que es Dios hasta que se lo hagamos ver.

Los deseos que nacen de un corazón sano tienen la importancia grande de que atraen a Dios. La intención confiada de que El resolverá todo, cuando le parezca oportuno, es ya dar paso a Dios. Darle en­trada libre para que haga en nosotros se­gún su voluntad. Quizá carecemos a veces de deseos; ése puede ser un coladero por donde los afanes propios consiguen el pri­mer lugar.

Desear vida interior rica en actos de amor y en actos de esperanza. Llegar a hacer nuestras las metas que Dios ha puesto a los hombres y acelerar con nues­tras vidas el acercamiento de los demás a Dios. No ganaríamos nada si solamente nos dedicásemos a crecer en amor nos­otros solos. No somos caminantes solita­rios que en su soledad intentan amar, sino todo lo contrario: deseamos aprove­char todas las circunstancias para demos­trar que Cristo vive en nosotros y que los demás deben participar de esta vida. Si perdemos la confianza en conseguir que los demás se acerquen a Dios, pronto Cris­to se encontraría solo. No podemos dar un réquiem a la esperanza, porque eso se­ría prueba de muerte, y no es ésta preci­samente la enseñanza de Cristo: «He ve­nido a traer vida, y vida sobreabun­dante».

La esperanza de llegar al fin nos man­tiene y es lógico que nos lleve de la mano a llenar ese tiempo, que cada uno de nos­otros tenemos señalado, enriqueciéndolo con un amor que se renueva todos los días, porque es un amor joven, que late a impulsos de una voluntad esforzada y de unos deseos ambiciosos que ponen siem­pre su meta en conseguir enamorarse de Dios.