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¡VENTUROSOS LOS QUE A EL SE CONFIAN!
En Caná de Galilea (II)
La vida interior consiste en que contemos en todo momento con el Señor. Cada uno con nuestro modo peculiar de expresarnos, sin necesidad de retórica o frases hechas que puedan impedir la naturalidad del hijo que habla con su Padre.
Se establece un diálogo sencillo, humano y divino entre Dios y nosotros, que calmará nuestra ansiedad y será el desahogo de las tribulaciones o el acicate para esa lucha alegre y confiada. El corazón puede explayarse porque Dios escucha. Diálogo ininterrumpido, porque en los afanes del día también le hacemos tomar parte activa, y cuando llega el momento del descanso, sin palabras, le ofrecemos un día lleno hasta los bordes de unos deseos imperfectos, que El tiene que perfeccionar.
Es indudable que cuando dejamos que Dios forme parte de nuestra vida nos enriquecemos, porque la paz, la alegría y la inquietud de querer dar más se exteriorizan. Nadie puede ocultar una felicidad ni una pena. Los actos, los movimientos, las expresiones, incluso el ritmo que damos al trabajo, va impregnado de esa paz o de esa tristeza interior. Y es indudable —lo sabemos por experiencia propia— que los demás se acercan a nosotros cuando advierten esa paz, que algunos no sabrán que es Dios hasta que se lo hagamos ver.
Los deseos que nacen de un corazón sano tienen la importancia grande de que atraen a Dios. La intención confiada de que El resolverá todo, cuando le parezca oportuno, es ya dar paso a Dios. Darle entrada libre para que haga en nosotros según su voluntad. Quizá carecemos a veces de deseos; ése puede ser un coladero por donde los afanes propios consiguen el primer lugar.
Desear vida interior rica en actos de amor y en actos de esperanza. Llegar a hacer nuestras las metas que Dios ha puesto a los hombres y acelerar con nuestras vidas el acercamiento de los demás a Dios. No ganaríamos nada si solamente nos dedicásemos a crecer en amor nosotros solos. No somos caminantes solitarios que en su soledad intentan amar, sino todo lo contrario: deseamos aprovechar todas las circunstancias para demostrar que Cristo vive en nosotros y que los demás deben participar de esta vida. Si perdemos la confianza en conseguir que los demás se acerquen a Dios, pronto Cristo se encontraría solo. No podemos dar un réquiem a la esperanza, porque eso sería prueba de muerte, y no es ésta precisamente la enseñanza de Cristo: «He venido a traer vida, y vida sobreabundante».
La esperanza de llegar al fin nos mantiene y es lógico que nos lleve de la mano a llenar ese tiempo, que cada uno de nosotros tenemos señalado, enriqueciéndolo con un amor que se renueva todos los días, porque es un amor joven, que late a impulsos de una voluntad esforzada y de unos deseos ambiciosos que ponen siempre su meta en conseguir enamorarse de Dios.