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2 enero 2024

Mercedes Eguíbar. Salmo II. Ediciones Rialp. Madrid

¡VENTUROSOS LOS QUE A EL SE CONFIAN!

Desde la cruz

Jesús sube al Calvario y es crucificado entre dos ladrones. A pesar de que le tra­tan como a malhechor, aun allí, en esa circunstancia, el Señor dialoga dando confianza y seguridad.

Mientras uno de los ladrones se preocu­pa sólo de renegar de su mala suerte, el otro observa a Jesús. En ese tiempo en que los dos parecen juntos, Dimas advier­te algo que le hace confiar; intuye que junto a aquel Hombre va a encontrar lo que en estos momentos necesita: la paz.

No puede ser más difícil la situación, ni más terrible el lugar. Entre blasfemias, dolores, golpes de martillo y con todo el pueblo amotinado gritando, Dimas, el buen ladrón, mira a Jesús. El espectáculo no es precisamente atractivo. Se pueden contar con los dedos de la mano las per­sonas que seguían confiando en Cristo. «Estaban junto a la cruz María su Madre, María de Magdala, Salomé y otras mu­jeres, y, junto a ellas, San Juan». Es natu­ral que estén allí presentes. Una madre y unas personas que aman no abandonan nunca al ser amado.

Dimas tampoco se admira de que per­manezcan allí, hasta el fin del sacrificio, sin temor de ninguna clase. Un adolescen­te, Juan, tampoco impresiona, y, sin embargo, Dimas llegó al conocimiento profundo de lo que allí estaba acontecien­do y dijo aquellas palabras, pocas, las su­ficientes, llenas de un contenido inmenso, que amortiguan el dolor que sentía Cris­to: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en el Paraíso». Confianza absoluta por parte de un pobre hombre que nada es­peraba ya de la vida, ni de sus amistades, ni de sus conocidos. En medio de un gran dolor, qué alegría produce oír la voz cari­ñosa de un amigo, y por eso la respuesta de Jesús no puede ser más alentadora ni más rotunda: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». La pronta respuesta de Cristo nos impresiona; sólo unas palabras bas­tan para que su corazón perdone toda una vida dedicada al pillaje. No hay tiempo que perder; la petición ha llegado al Dios- hombre clavado en la Cruz, lleno de dolor. Este «hoy» es el que nos conmueve. Je­sús, queda bien claro, no es un Dios que se niega a cualquier cosa que le pidamos o que se hace de rogar. Más bien, es Cristo el que espera. Espera, pacientemente, la palabra, el recuerdo, para «dar» inmedia­tamente. Por eso, cuando nos quejamos de que Dios no ayuda, ¿no será que no sa­bemos pedir?

A veces nos sucede que vamos por la vida gimiendo porque no conseguimos sa­lir del atolladero, y la solución la tenemos al alcance de la mano: ponerlo en conoci­miento de quien nos lo puede solucionar; Señor, dame lo que conviene.

Es un acto de confianza en El. No pode­mos ser tan escépticos y pensar que Dios ya lo sabe todo y que lo que vamos a pe­dirle El ya lo conoce. Precisamente, esa confianza acelera muchas veces el mo­mento en que el Señor pretendía darnos una gracia, por falta de atención nuestra, aquello que podíamos haber alcanzado un día lo conseguimos mucho más tarde.

Confiar a pesar de todo debe ser nues­tro lema. Nuestra vida es vida de fe. Buen ejemplo de esta confianza nos proporcio­na la Virgen. Toda la vida de María se pue­de resumir en un acto de esperanza conti­nuado y, si además analizamos sus actos, a pesar de los pocos datos que poseemos, resultan suficientes, sin embargo, para poder llamarla sin vacilaciones Virgen de la Esperanza.