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II. EL JUICIO RELIGIOSO
Según se desprende de los Evangelios, el juicio al que fue sometido Jesús por parte de las autoridades religiosas de los judíos tuvo distintas fases o momentos. Primero fue llevado a casa de Anás, directamente desde Gethsemaní; Anás le interrogó brevemente sin sacar nada en limpio y lo remitió a Caifás, su yerno y Sumo Sacerdote aquel año, que con algún o algunos miembros del Sanhedrín interrogó a Jesús, más como preparación al juicio oficial que como acto con valor jurídico. Pero fue al alba cuando, ante el Sanhedrín ya reunido oficialmente, tuvo lugar el verdadero juicio, el que daría —o debería dar— una sentencia.
1. Los preliminares. Anás
«Los que habían prendido a Jesús le llevaron a casa de Caifás, el Sumo Sacerdote, donde se habían reunido los escribas y los ancianos» (Mt 26, 57). Con estas breves palabras San Mateo (y Marcos y Lucas) resume el tiempo —y los episodios— que media entre el prendimiento y el juicio de Jesús que se celebró ante el Sumo Sacerdote y el Sanhedrín al amanecer del viernes.
Pero San Juan, que añade datos y pormenores que no vienen en los sinópticos, precisa que primero, antes de llevarle a presencia de Caifás, le condujeron ante Anás, suegro de Caifás y que había sido ya antes Sumo Sacerdote, y esto pudo certificarlo muy ciertamente San Juan, puesto que estuvo allí. La razón por la que lo hicieron así no la dicen los evangelistas, que no escribieron para saciar nuestra curiosidad con detalles inútiles, sino que inspirados por el Espíritu Santo atienden a lo indispensable: «le condujeron primero ante Anás, que era suegro de Caifás, Sumo Pontífice aquel año» (Jn 18, 13).
Quizá serían entonces hacia las dos de la madrugada. La cohorte, al mando de su tribuno, se había retirado a sus cuarteles de la Torre Antonia una vez cumplida su misión, de modo que sólo los servidores de la autoridad religiosa, de Anás y Caifás, entraron con el preso y, atravesando el atrio o patio interior, le condujeron a presencia de Anás.
En realidad Anás no era entonces la autoridad, excepto por su prestigio, que prácticamente le constituía en la cabeza política del pueblo. Si tomó cartas en el asunto quizá fuera para facilitar la posterior actuación de su yerno proporcionándole la información obtenida en un examen informal. Informal, porque ni Anás era ya el Sumo Sacerdote, ni había habido tiempo para llamar y preparar testigos de la acusación, ni un hombre solo era un tribunal. Así pues, Anás interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su doctrina. Jesús respondió: «Yo he hablado abiertamente al mundo, he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde todos los judíos se reúnen, y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me oyeron de qué les he hablado: ellos saben lo que he dicho.»
Al decir esto, uno de los servidores que estaba allí dio una bofetada a Jesús diciéndole: «¿Así respondes al Pontífice?» Jesús le contestó: «Si he hablado mal, di lo malo que he dicho; pero si bien, ¿por qué me pegas?» Entonces Anás le envió a Caifás, el Sumo Sacerdote (Jn 18, 19-24).
Realmente, apenas si esto fue otra cosa que una indagatoria extraoficial. Jesús no tenía por qué haber respondido nada, porque además, según la ley, un acusado no podía dar válidamente testimonio de sí mismo, y ni siquiera en un juicio bastaba el testimonio aislado: eran necesarios, al menos, dos testigos («En vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido», había contestado Jesús en una discusión que refiere San Juan en el capítulo 8, v. 17). A estos testigos apeló Jesús al decir que Él siempre había predicado en público, no en secreto, y que eran los que le habían escuchado —verdaderas muchedumbres- los que podían testificar acerca de sus doctrinas, incluidos los escribas y fariseos que andaban siempre merodeando a su alrededor escuchando con atención sus palabras, no para aprender, sino para ver si encontraban alguna expresión que diese pie para acusarle. Ni siquiera cuando le tendían celadas o le proponían cuestiones comprometidas pudieron encontrar nada que les sirviera para proceder contra Él.
A uno de los criados de Anás que estaba presente, de ese tipo de personas que buscan siempre hacer mérito ante los poderosos para medrar, le debió parecer mal la clara y directa respuesta de Jesús, quizá por haber mostrado Anás cierta contrariedad por la respuesta y, acercándose, le abofeteó: «¿Así respondes al pontífice?» No era pontífice entonces, pero quizá llamarle así entraba en su intención de halagarle. La serenidad y la mesura —y la lógica— de la respuesta de Jesús contrasta con la impetuosidad de San Pablo cuando llamó al Sumo Sacerdote «pared blanqueada» (Hch 23, 3): «Si he hablado mal —respondió Jesús—, di lo malo que he dicho; pero si bien, ¿por qué me pegas?»
Sí, ¿por qué? ¡Qué miserable cosa es, Jesús, el servilismo! Obsequiosos con los de arriba, duros e inmisericordes con los de abajo; aduladores con los que pueden beneficiarles, despóticos con los que no tienen nada; capaces de soportar humillaciones de los poderosos hasta la abyección más indigna, pero altaneros y soberbios con los débiles o los humildes. ¡Abofetearte sin más razón que la de hacer méritos ante el poderoso Anás!
Pero nosotros ¿por qué te abofeteamos también? ¿Con qué derecho vamos a juzgar a aquel adulador, cuando tantos de nosotros te hemos maltratado, no para hacer méritos ante nadie, sino por el mero capricho de hacer algo que nos gustaba, aunque no nos proporcionara ningún provecho? Aquel servidor de Caifás podía alegar, en último término, o como última justificación, que no podía soportar lo que le parecía una falta de respeto a su señor; pero nosotros, cuando con nuestra conducta —con nuestra mala conducta— te abofeteamos haciendo lo que te ofende, ¿qué podemos alegar en nuestro descargo? Se suele decir —y es verdad— que un pecado mortal es como crucificarte de nuevo, algo así como si te diéramos muerte en nuestra alma. Un pecado venial no es como crucificarte: es como si solamente te diéramos una bofetada o te escupiéramos en la cara. Cada mentira, cada acto de pereza consentido, cada murmuración contra el prójimo, cada respuesta impertinente, cada desobediencia a quien tiene derecho a mandarnos, cada falta en el cumplimiento de nuestro deber, cada disgusto que demos a quienes debemos amor y respeto, cada falta de caridad y otras muchas cosas más a las que no damos importancia, son otras tantas bofetadas en tu divino rostro. Aquella mala acción del servidor de Anás nos produce indignación, pero somos muy indulgentes con nosotros mismos cuando te maltratamos, quizá porque estamos tan acostumbrados a hacerlo que nos parece lo más natural del mundo.
Ayúdanos, Señor, a no ser hipócritas; a ser capaces de ver, con la luz que viene de tu gracia, la viga en nuestro propio ojo en lugar de tener la mirada puesta en la paja de los ojos de nuestros prójimos. Siento mucho, Señor, la bofetada de aquel servidor de Caifás, y me duele más que si la hubiera recibido yo. Pero quizá tú quisiste pasar también por esta humillación para enseñarnos a reaccionar con mansedumbre ante la ofensa injusta. Al fin y al cabo, tú dijiste: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»; pero a juzgar por el modo como solemos reaccionar, no parece que hayamos hecho mucho caso de tus palabras.