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¡VENTUROSOS LOS QUE A EL SE CONFIAN!
En Caná de Galilea (I)
Hay una escena en el Evangelio en la que María es la protagonista. Es su deseo el que se cumple y acelera —queriendo con la fuerza de las madres— la llegada del momento de manifestarse su Hijo al mundo. «Al tercer día hubo una boda en Caná de Galilea, y allí estaba la Madre de
Jesús. Y Jesús, con sus discípulos, fue invitado también a la boda. Y faltando el vino, dice su Madre a Jesús: "No tienen vino". Y dice Jesús: "Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Mi hora aún no ha llegado".
su Madre dijo a los sirvientes: "Haced lo que El os diga". Había allí seis tinajas de piedra para las abluciones de los judíos, de dos o tres metretas cada una. Díceles Jesús: "Llenad de agua las tinajas".
las llenaron hasta los bordes. Díceles: "Sacad ahora y llevad al maestresala". Apenas el maestresala probó el agua hecha vino, llama al novio y le dice: "Todos sirven el mejor vino al principio. Tú lo has guardado para el final..."».
En todo el pasaje se pone de manifiesto la seguridad de María en Jesús. Ella sabe que no es el momento oportuno, incluso recibe de Jesús aquella respuesta: «Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí?». Verdaderamente no era de su incumbencia ni les competía a ellos meterse en algo que pertenecía exclusivamente a aquellos novios; pero Ella pone tal confianza en el Señor, que consigue que el milagro se realice.
Con qué naturalidad le dice a los sirvientes: «Haced lo que El os diga». La Virgen sabe leer en los ojos de Cristo y acelera el momento de su manifestación a los hombres: es el primer milagro de Cristo. Es tal su seguridad que no cabe la vacilación. Junto a Cristo las cosas toman una forma distinta. A veces, lo que nos sucede es que nos falta ese conocimiento de Jesús que la Virgen tenía. Falta en el trato naturalidad, que ya sabemos que nace de la confianza. Vamos a acercar a Cristo a nosotros. Vamos a despojar la imagen que tenemos de El, de lejanía, de la idea de un Dios difícil de tratar. Todo forjado por nuestra imaginación, sin ese fundamento sobrenatural que es la filiación divina. Un hijo no puede temer a su padre ni puede pensar en él como algo muy distante. Dios bajó a nosotros; ahora somos nosotros los que tenemos que acercarnos a El. Y oímos, como un «ritornello», las palabras de la Virgen «Haced lo que El os diga». Y vamos con disposición rápida a preguntarle: ¿Qué es lo que quieres de mí? Y, si hace falta, llenaremos de agua los cántaros, pero «hasta los bordes», sin cansarnos, sin interpretar que llenar pueda ser dejarlos a la mitad. «Hasta los bordes», sin regateos. La generosidad no debe conocer límites, desborda.
La vida interior consiste en que contemos en todo momento con el Señor. Cada uno con nuestro modo peculiar de expresarnos, sin necesidad de retórica o frases hechas que puedan impedir la naturalidad del hijo que habla con su Padre.