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6 septiembre 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

Mientras María Magdalena regresaba, las otras mujeres (María la de Santiago, Salomé y Juana) llegaron al sepulcro «salido ya el sol», vieron la piedra apartada, y «no encontraron el cuerpo del Señor Jesús».

Y sucedió que, estando desconcertadas por este motivo, he aquí que se les presentaron dos varones con vestidura refulgente. Como estuviesen llenas de temor y con los rostros inclinados hacia la tierra, ellos les dijeron: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, sino que ha resucitado; recordad cómo os habló cuando aún estaba en Galilea diciendo que conviene que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y que resucite al tercer día.» Entonces ellas se acordaron de sus palabras. Y al regreso del sepulcro anunciaron todo esto a los once y a todos los demás (Le 24, 4-9).

San Marcos aclara que les dio un mensaje para Pedro y los otros, diciendo que le verían en Galilea. «Y saliendo, huyeron del sepulcro, pues estaban sobrecogidas del temblor y fuera de sí; y no dijeron nada a nadie, porque estaban atemorizadas» (Me 16, 8).

Todavía estaba allí María Magdalena y todavía no habían salido Pedro y Juan camino del sepulcro. A los apóstoles «les pareció como un desvarío lo que habían contado y no las creían» (Le 24, 11).

Fue entonces cuando Pedro y Juan se dirigieron al sepulcro. Fueron ambos corriendo, pero Juan, como más joven, llegó antes y se asomó al sepulcro; «se inclinó y vio allí los lienzos caídos, pero no entró». Luego llegó Pedro, entró y vio «los lienzos caídos y el sudario, que había sido puesto en su cabeza, no caído junto con los lienzos, sino aparte, todavía enrollado (...). No entendían aún la Escritura, según la cual era preciso que resucitase de entre los muertos. Los discípulos se volvieron de nuevo a casa» (Jn 20, 4-10).

Mientras tanto, María Magdalena había regresado al sepulcro y sola, después de haberse marchado Pedro y Juan, «estaba fuera, llorando»; «mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro y vio a dos ángeles de blanco sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: Mujer, ¿por qué lloras? Les respondió: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto» (Jn 20, 11-14). Se volvió hacia atrás y vio a un hombre: era Jesús, pero ella no lo sabía, quizá ni siquiera le miró.

Le dijo Jesús: «Mujer, ¿a quién buscas?» Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: «Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Jesús le dijo: «¡María!» Ella, volviéndose, le dijo en hebreo: /Rabboni'/, que quiere decir Maestro. Jesús le dijo: «Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». Fue María Magdalena y anunció a los discípulos: «He visto al Señor, y me ha dicho esto y esto» (Jn 24, 14-18).

Para terminar lo que parece que ocurrió la mañana del domingo, hay que mencionar todavía lo que en otra parte, bien distinta a lo narrado pero en relación con estos sucesos, estaba ocurriendo. Los soldados de la guardia que a petición del Sanhedrín había puesto Pilato para custodiar el sepulcro, cuando después de la resurrección de Jesús volvieron en sí, fueron a comunicar a los príncipes de los sacerdotes lo sucedido. De hacerse público lo ocurrido, todo el esfuerzo y las intrigas de los judíos se vendrían abajo, de modo que en conformidad con los ancianos «dieron una buena suma a los soldados con el encargo de decir: sus discípulos vinieron de noche y lo robaron mientras dormíamos. Si esto llegara a oídos del procurador, nosotros le calmaremos y cuidaremos de vuestra seguridad» (Me 28, 12-15). «¡Astucia miserable! ¿Presentas testigos dormidos? ¡Verdaderamente estás durmiendo tú mismo al imaginar semejante explicación!», comenta San Agustín en las Enarraciones (63,15). Así propalaron el rumor, que el Sanhedrín se ocupó de que llegara por emisarios a las colonias de judíos dispersas por las orillas del Mediterráneo, según atestigua San Justino en el Diálogo con Tryphon.

No sé por qué, Señor, entre tanto como en los Evangelios puede suscitar nuestra atención y despertar nuestra diligencia por ser más generosos, unas palabras que parecen ser puramente incidentales se me han quedado grabadas desde las primeras veces que leí estos textos. Dice San Marcos que cuando las mujeres iban con aromas al sepulcro para ungir tu Sacratísimo Cuerpo no podían evitar su preocupación por la dificultad que iban a encontrar, y para cuyo vencimiento carecían de fuerzas. Ellas habían visto cómo entre dos o más hombres, con esfuerzo, habían cubierto el sepulcro con una gran piedra, y ellas, mientras se dirigían a él, «salido ya el sol, se decían unas a otras: ¿quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?» Mas he aquí que al llegar ante el obstáculo que ellas consideraban insalvable, se encontraron con que «la piedra estaba removida del sepulcro». No había tal obstáculo.

Quisiera aprender bien esta lección, Jesús. Bien sé que yo no puedo ser santo, ni yo ni nadie. Pero tú sí puedes hacer de mí un santo, un santo de altar, como también gustaba de repetirnos el Beato Josemaría. Nosotros tenemos que hacer nuestra parte, lo que dependa de nuestra buena voluntad (¿j de verdad, Señor, tenemos buena voluntad?), es decir, poner todos los medios; y el primero de todos, el más importante, el que nadie puede poner por nosotros, es querer. Bien claro nos lo dejó sentado Camino: «Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer?— ¿No? Entonces no quieres» (n. 316).

¿Quiero yo así la santidad —es decir, tu Amor—, Jesús? Me temo que no. Me parece que me engaño a mí mismo haciendo como si quisiera, amagando de vez en cuando un ademán como el que va resueltamente al objetivo... para cejar enseguida. Me engaño cuando pienso que estoy haciendo todo lo que hay que hacer. Siempre se puede hacer un poco más, y sobre todo un poco mejor, y si lo que depende de nosotros es intentarlo, luchar por la santidad es empezar de nuevo cada día, como si fuera el primero, o el último. Si el justo cae siete veces, como dice la Escritura, no es justo sino porque se levanta otras tantas. ¡Cómo repetía con frecuencia el Beato Josemaría: nunc coepi, ahora comienzo! ¡Y cómo nos inculcaba que, como él, hiciéramos muchas veces de hijo pródigo, volviendo contritos a pedir perdón a nuestro Padre Dios después de cada infidelidad por pequeña que fuese! ¿Obstáculos? Los habrá siempre. Pero él también nos dijo: «con medios humanos sólo vamos derechos al fracaso; en cambio, con medios sobrenaturales no hay obstáculo que no seamos capaces de vencer»; de aquí su receta: santidad personal. Y la santidad, en lo que depende de nosotros, es la lucha constante por identificarnos en cada momento con la voluntad de Dios.

No ponemos lo que está de nuestra parte, Señor, e impedimos que el Espíritu Santo nos santifique porque no colaboramos. Y total, ¿qué es lo que tú nos pides? Tan sólo que luchemos por hacer en cada momento lo que tú deseas de nosotros, el cumplimiento del pequeño deber de cada instante. A veces cuesta, pero siempre tenemos tu ayuda, y si no fuéramos tan blandos, tan poco recios, iríamos venciendo a fuerza de seguir intentándolo una vez y otra, sin pensar en la enormidad de la piedra, porque al llegar allí estará apartada, ya que tú te habrás encargado de ello.

No fueron los hombres, sino las mujeres, las que se apresuraron a ir al sepulcro apenas amanecido el domingo. El Papa Juan Pablo II observó en una ocasión que tú te apareciste «en primer lugar a las mujeres (...) y no a los discípulos, y ni siquiera a los mismos Apóstoles», a pesar de que eran los que habías elegido para llevar tu Evangelio al mundo. «Es a las mujeres a quienes por primera vez confías el misterio de tu resurrección, haciéndolas los primeros testigos de esta verdad.» Fue, quizá, un modo de premiar la fidelidad de su amor, ese amor que les dio fortaleza para llegar contigo hasta el Calvario. Ojalá que sea capaz de mostrarte mi amor por la fortaleza en acompañarte en el Calvario, si tú lo dispones para mí.

Por lo demás, Señor, haz que no deje de intentar ser santo; haz que no sea tan blando conmigo mismo como para rendirme sin lucha a la primera dificultad o a la primera tentación; haz que me tome muy en serio lo que, en relación con la vocación a la santidad, dependa de mi querer, sabiendo que tú nunca dejarás de hacer tu parte, y más; que no ceda a las primeras de cambio simplemente porque aquello me parece una pequeñez insignificante, una tontería. Que no haga inútil para mí tus tremendos sufrimientos conformándome tan sólo (¡y hasta me parece a veces que así estoy cumpliendo!) con ser una buena persona, una mediocridad sin agallas para cortar todo aquello que impide vivir heroicamente hasta la más insignificante de las virtudes cristianas.