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4 septiembre 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

SIERVO FIEL Y PRUDENTE (3 de 3)

Uno es leal cuando es fiel, aunque la lealtad exija, además, la franqueza y la sinceridad.

El hombre leal no engaña, es un enamorado de la verdad que expone con franqueza y sinceridad, no exenta de delicadeza, aunque esa verdad duela.

El hombre leal es un servidor de la verdad y un servidor leal no engaña, no dice verdades a medias, no busca agradar cuando por ello sufre la verdad.

El hombre leal es recto, digno e incorruptible.

En la Revelación divina, la lealtad está subyacente en toda la Historia de Salvación. De una parte aparece Dios, siempre leal al ser fiel a sus promesas; de otra, el pueblo que debe serlo a los compromisos adquiridos con Dios. Dios compromete su palabra y espera del pueblo el empeño por ser leal a sus compromisos.

Jesucristo evidencia la lealtad de Dios en el cumplimiento de sus promesas y nos reclama lealtad y coherencia, fidelidad a lo que nos comprometimos en nuestro Bautismo.

La lealtad del cristiano con Jesucristo nos debe llevar a ser leales con la Iglesia. No lo seríamos con su fundador si no lo fuésemos con la institución por él fundada. No lo somos con la Iglesia cuando ponemos en tela de juicio sus enseñanzas, sus indicaciones y exhortaciones.

Para ello es preciso conocerlas, lo que nos lleva a la necesidad de formarnos. La lealtad, enseña san Josemaría Escrivá, exige hambre de formación, porque -movido por un amor sincero- no deseas correr el riesgo de difundir o defender, por ignorancia, criterios y posturas que están lejos de concordar con la verdad.

Esta lealtad a Dios y a su Iglesia nos lleva a ser leales con los demás, en primer lugar, con aquellos que dependen de nosotros: nuestra familia, nuestros amigos, nuestro lugar de trabajo.

No casa con la lealtad el divulgar las confidencias, la crítica mordaz, el poco esfuerzo en el trabajo, la queja injustificada y constante. Sí lo hace, por el contrario, el respeto mutuo, la advertencia delicada, el aviso oportuno.

Siervo fiel y prudente se dice de san José.

La prudencia es una de las cuatro virtudes cardinales alrededor de las cuales habrá de girar nuestra vida interior.

La prudencia es aquella que ordena rectamente nuestro obrar y que facilita la elección de los medios más adecuados y convenientes para ese obrar.

El Catecismo de la Iglesia Católica la define como: la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlos.

San José fue un hombre prudente porque obró prudentemente, porque tuvo discernimiento para saber distinguir entre lo que era bueno y lo que no lo era, porque, siendo capaz de conocer la realidad y ateniéndose a ella, supo escoger lo más conveniente y acertado para el fin que se proponía: salvar a Jesús de la persecución de Herodes o evitar las dificultades que podrían surgir viviendo bajo la jurisdicción de Arquelao. No aparece inclinado a entretenerse con soluciones imaginarias, sino que, con los datos que tiene, tomó la decisión que juzgó más oportuna.

Y fue prudente porque fue sencillo, trabajador, servicial, callado, humilde, obediente a las indicaciones divinas, ignorado y paciente, eficaz para sacar adelante a su familia aun en circunstancias difíciles, protegiéndola de los peligros y librándola de ellos.

No pocos consideran la prudencia como virtud propia de personas mayores a las que los años han liberado de sueños más o menos utópicos y, sin embargo, es, entre las virtudes cardinales, la más importante dado que tanto la justicia como la templanza o la fortaleza dependen en gran medida de ella.

Si la prudencia ordena rectamente nuestro obrar y nos facilita la elección de los medios adecuados y más convenientes para ello, será difícil ser justo, fuerte o templado si previamente no se es prudente.

La prudencia nos hace ver de lejos, fijarnos en el fin propuesto y ordenar los medios adecuados a la vez que prever las consecuencias derivadas de la puesta en práctica de esos medios.

La prudencia, como todas las virtudes, es un hábito operativo que requiere ejercicio y necesita vigilancia, porque de lo contrario en un momento podemos echarlo todo a perder.

En el Evangelio tenemos el ejemplo muy claro de san Pedro.

San Pedro amaba a Jesús y estaba dispuesto a morir por Él. No penetra en la casa de Anás con ánimo de traicionar al Maestro. Le ama y quiere saber cómo termina todo aquello, pero no advirtió, no previo, lo que suponía meterse en la guarida de los enemigos de Jesús, que eran también sus propios enemigos; no fue prudente y en una hora cambió todo hasta el punto de asegurar no conocerle. Ante el sarcasmo y la burla se acobardó y lo negó.

El caso de Pedro se puede repetir en nosotros y, de hecho, se repite siempre que cedemos a la tentación. No previmos aquello; no supimos reaccionar; no fuimos prudentes ante la TV o Internet, ante el sarcasmo o la burla y negamos conocer al Señor. En un momento destruimos lo que tal vez habíamos necesitado días o años para su construcción; la sorpresa del pecado, el decir sí cuando debíamos haber dicho no. El no ver las consecuencias, el no ser prudentes nos lleva a dar la espalda a Dios; nos lleva a vender a Jesús por treinta monedas, como Judas, o por un vulgar plato de lentejas, como Esaú a Jacob; por un placer pasajero que tantas veces deja en el alma un poso de tristeza.