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3. El caso de Tomás
Dice San Juan que en la tarde del domingo, del primer día de la semana (quizá el mismo domingo de la resurrección, aunque pudo ser otro dada la redacción de este episodio)...
estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos, vino Jesús, y puesto en medio de ellos les dijo: «La paz sea con vosotros». Y diciendo esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron viendo al Señor. Díjoles otra vez: «La paz sea con vosotros. Como me envió mi Padre, así os envío yo». Diciendo esto sopló y les dijo: «Recibir el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán perdonados; a los que se los retuviereis, les serán retenidos».
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús (Jn 20, 19-24).
Interesa subrayar aquí que Tomás no estaba con los otros cuando se presentó Jesús en medio de ellos, porque esta ausencia tuvo algunas consecuencias importantes en más de un sentido. Desde luego no sabemos el porqué Tomás no estaba con los demás discípulos; acaso, como insinúa algún autor, «por providencial circunstancia, nacida tal vez de una especie de desaliento o melancolía que le había impulsado a huir de la compañía de los demás apóstoles»; quizá, como los discípulos de Emaús, aunque sin dejar Jerusalem, estaba decidiendo cómo organizar de nuevo su vida; o tal vez, simplemente, había salido a hacer algún encargo o a caminar. De que su ausencia en aquel momento fue más importante de lo que puede parecer, no cabe la menor duda, a juzgar por lo que luego sucedió; el hecho es que cuando los discípulos le dijeron que habían visto a Jesús, «él les respondió: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en la señal de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20, 25). «No le bastaba ver —comenta Fillion—, ¡quería una demostración palpable! Que terca obstinación la huraña energía con que el desconsolado y medio desesperado apóstol pronunció las últimas palabras: no creeré». Un poco duro parece este juicio, y desde luego no es más razonable que cualquier otro, y quizá menos.
Del apóstol Tomás no sabemos lo suficiente para trazar una semblanza, ni siquiera aproximada, como en el caso de los tres discípulos más allegados a Jesús (Pedro, Santiago y Juan), aunque hay otros de quienes todavía sabemos menos que de Santo Tomás. De éste hay un comentario que puede ayudarnos algo para comprender su actitud. Cuando Jesús recibió la noticia de la enfermedad de su amigo Lázaro y, no obstante, permaneció con sus discípulos más allá del Jordán durante dos días hasta que anunció su muerte y manifestó su propósito de ir a Betania, Tomás —que sabía, como los demás, que los judíos buscaban a Jesús para lapidarle— dijo a los otros: «Vayamos también nosotros y muramos con él». Estaba seguro de que ir a Jerusalem significaba el final, la muerte de Jesús y también, quizá con ella, el final de todas las esperanzas que habían depositado en él. Pero también aparece de relieve su amor y fidelidad al Maestro hasta estar resuelto a morir con Él antes que dejarle. Tomás no había sido testigo de la resurrección de la hija de Jairo, pero sí seguramente de la del hijo de la viuda de Naím y, por supuesto, de la de Lázaro. Sabía, por tanto, que Jesús hacía milagros tan portentosos como resucitar a muertos, pero no concebía que Jesús pudiera resucitarse a sí mismo. Después de todo, Elias y Elíseo habían resucitado a algunos muertos, pero no se habían resucitado a sí mismos.
La noticia de la resurrección de Jesús que con alborozo le dieron sus compañeros de apostolado debió parecerle una broma pesada. De ahí su reacción, casi como un desafío: nada menos que meter sus dedos en las llagas que habían dejado los clavos y la mano en la herida que había abierto la lanzada en el costado del Señor. Lo curioso es que Jesús le tomó la palabra y se sometió a la prueba:
A los ocho días estaban de nuevo dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas vino Jesús, se presentó en medio de ellos y dijo: «La paz sea con vosotros». Después dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente». Respondió Tomás y dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús contestó: «Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin ver creyeren» (Jn 20, 26-29).
Aun cuando pudiera parecer una cuestión ociosa —y quizá lo sea—, podemos preguntarnos, sin embargo, por qué quiso el Señor acceder al desafío que uno de sus discípulos había lanzado. Es posible que, como en el caso de Cleofás y su compañero, y ya que no le bastaba la afirmación de Pedro, Juan y los demás que le habían visto resucitado, hubiera querido recuperarlo personalmente haciéndole que le viera y le tocara como habían hecho los otros, pero precisamente en sus llagas, como había puesto como condición para creer. O acaso se aproxime más a la realidad la explicación que dio Ronald A. Knox, al comparar a los apóstoles a un jurado que debía dar el veredicto oficial de un hecho. Como en el caso de un jurado, era necesario la unanimidad. No se manifestó Jesús después de resucitado a todo el que quisiera verle, ni «a todo el pueblo, sino a los testigos de antemano elegidos por él, a nosotros que comimos y bebimos con él después de resucitado de entre los muertos», como dijo Pedro al centurión Cornelio y a los que estaban con él (Hch 18, 41). Eran los apóstoles los que oficialmente debían testificar la resurrección de Jesús.
Tomás era, al parecer —escribió Ronald A. Knox—, «uno de esos hombres de cabeza dura —de piedra, podríamos decir— que tanto dan que hacer a los jurados y comisiones de toda índole por negarse a aceptar las opiniones de la mayoría a menos que ellos, personalmente, queden convencidos. Él, como todos los demás, había sido elegido para ser testigo ocular que personalmente garantizase todos los acontecimientos de la vida de Jesús de Nazaret». Y él no había sido testigo de esta aparición, que le referían los otros apóstoles.
Fue, efectivamente, providencial que Tomás no estuviera con los otros discípulos cuando se les apareció Jesús. «¿Pensáis que aconteció por pura casualidad que estuviera ausente entonces aquel discípulo elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando palpase, y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de Dios. La divina clemencia actuó de un modo admirable para que tocando el discípulo dubitativo las heridas en la carne de su Maestro, sanara en nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así, el discípulo, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección» (San Gregorio Magno In Evangelia homiliae, 26, 7). Así fue: Tomás, uno de los testigos preordenados para dar oficialmente testimonio de la resurrección, no podía ser testigo por la palabra de dos o tres apóstoles, o de los diez, pues no se es testigo de oídas, sino de vista, y en el caso de Tomás, más aún que de vista, ya que como los demás tocó la señal de las heridas de Jesús y se cercioró de vista, oído y tacto de la realidad de la resurrección. Así, la unanimidad de esta especie de jurado que debía testificar oficialmente la resurrección fue completa. Incluso para elegir al sucesor de Judas, Pedro exigió que, de cuantos habían acompañado a Jesús, se designase a uno que «sea testigo con nosotros de la resurrección» (Hch 1, 22). Por eso pudo decir Pedro refiriéndose a este hecho: «de lo cual nosotros somos testigos» (Hch 3, 15). Así pues, «nuestra fe debe más a la falta de fe de Tomás que a la fidelidad de todos los demás apóstoles juntos», añade San Gregorio.