Página inicio

-

Agenda

20 septiembre 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

Te estoy agradecido, Señor, y te lo debemos estar todos porque en este episodio de la recuperación de tus dos discípulos no apelaste a lo milagroso: respetaste su inteligencia y su voluntad, sin forzarlos lo más mínimo con el deslumbramiento de una fulgurante aparición. Y qué magnífico, Jesús, el modo con que, para enseñanza nuestra, procediste a que se dieran cuenta del error que estaban cometiendo.

Lo primero que hiciste, Señor, fue procurar que echaran afuera lo que les estaba pudriendo por dentro. Te bastó una simple pregunta: «¿Qué conversación lleváis entre los dos, y por qué estáis tristes?» El mal era tan reciente que todavía no había echado raíces, de manera que, a tu pregunta, se abrieron y sacaron a la luz lo que llevaban en el corazón. Casi puede verse el momento en que sale el veneno, su desengaño: «pero nosotros esperábamos que sería Él quien redimiera a Israel», pero estaban ya en el tercer día, y nada. Bueno, sí, las mujeres que habían ido al sepulcro habían hablado de ángeles que les habían dicho que había resucitado, y el sepulcro estaba vacío y la piedra apartada; Pedro y Juan habían comprobado lo del sepulcro, «pero a Él no le han visto».

Bien, ya estaba fuera la causa de la tristeza y del desaliento y de su desengaño: esto había corrido a cargo de ellos. Y una vez desembarazados de lo que estorbaba, tú comenzaste la segunda parte de la operación, y ésta corrió a tu cargo: darles visión sobrenatural, hacerles ver la realidad desde el punto de vista de Dios, a la luz de los designios divinos. Esto, naturalmente, era imposible mientras anidara en su alma ese germen de ceguera espiritual que es el juzgar de las cosas y de los acontecimientos por lo que nos parece, debido a un determinado estado de ánimo, más que por lo que son realmente. Y una cosa es lo que nos parece según nuestra pobre y limitada visión humana, y otra lo que es a los ojos de Dios. De modo que cuando comenzaste a comentarles las Escrituras y hacerles ver cómo lo que del Mesías Redentor habían predicho Moisés y los profetas se había estado cumpliendo a la letra ante sus propios ojos, casi ni se dieron cuenta de que habían llegado a su aldea. Y cuando Jesús, después de haberse hecho reconocer por la partición del pan desapareció, se asombraron de no haberse dado cuenta antes: «¿Acaso no nos ardía el corazón cuando nos hablaba por el camino y nos, explicaba las Escrituras?». ¿Quién, sino Él, podía encenderles el corazón de tal modo? Inmediatamente regresaron a Jerusalem, junto a los demás. Ya no les importaba que fuera tarde, ya no les importaba nada, excepto volver al camino que habían estado a punto de abandonar.

Ahora, cuando hace ya veinte años que te llevaste al bienaventurado Josemaría junto a ti, y ahora que le has elevado a los altares, pienso en las innumerables veces que le he oído hablar de sinceridad, de abrir el corazón de par en par, de no dejar en el alma ningún rincón sin ventilar, de decir lo primero lo que más cuesta, de no guardarse nada que se nos pueda pudrir dentro. Sin sinceridad, nos decía, no es posible la fidelidad, porque no siendo sinceros, la visión sobrenatural es prácticamente nula, y sin visión sobrenatural, con una visión puramente humana, de tejas abajo, ¿cómo se va a ser fiel a un compromiso cuya finalidad ya no tiene sentido porque ya no se entiende? Sin visión sobrenatural somos como unos pobres ciegos que no saben en realidad a dónde van, aun cuando creamos que es entonces cuando vemos.

Jesús, me da miedo pensar que algún día me pudiera convertir en un desertor; que por amor propio, por orgullo, por miedo a desmerecer a los ojos de quien tiene derecho a saber el estado de mi alma y de lo que ocurre en ella, me pareciera a los fariseos, sepulcros blanqueados, que por fuera daban la impresión a quien los contemplaba de ser modelos del cumplimiento de la ley y un ejemplo para los demás, cuando por dentro no eran más que un montón de carroña. Te suplico, Señor, que me des la valentía de ser dócil, y dejarme llevar hasta que, echado afuera lo que me ciega, con la visión sobrenatural recobre la vista y pueda seguir en el camino de la fidelidad, que —como tantas veces decía también el Beato Josemaría— es la felicidad incluso aquí en la tierra, porque la alegría y el gozo son patrimonio de los que son leales a lo que libre, voluntaria y deliberadamente se comprometieron respondiendo a tu llamada. «¡Qué pena, si tú y yo no supiéramos “detener” a Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no le pedimos que se quede!» {Surco, 671).