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María intercede
He podido encontrar un poco de tiempo para hacer mis votos a la Virgen María, con ocasión de su fiesta de mañana; en la iglesia, de rodillas, ante su imagen, en el fondo del santuario, la he hablado espontáneamente, como un hijo habla con su madre, y este intercambio ha llenado de repente mi alma de alegría. No es, en modo alguno, un monólogo, aunque no se escuche la voz de la Virgen María, ni sus respuestas: el que habla con ella puede estar seguro de que le escucha e incluso le responde: ella habla al alma, sin ruido de palabras, de manera infinitamente suave, delicada e íntima; es la Madre del Amor Hermoso.
Estaba ocupado en este coloquio interior, cuando vi justo ante mí, en una viva y repentina luz, unos metros más delante, un cuadro sorprendente: Jesús en la Cruz, con ríos de sangre que brotaban de sus santas llagas, de su Corazón herido, sobre todo. Eran como largos ríos escarlatas. Toda esta preciosa Sangre se derramaba al infinito en el Corazón Doloroso e Inmaculado de María, como un río único muy abundante. La Virgen Inmaculada estaba de pie ante la Cruz y elevaba las manos hacia el Cielo en una actitud de intercesión: vestida de luz y coronada de estrellas, ella rezaba en silencio, con expresión triste y grave.
Yo veía esta Sangre derramarse en el Corazón de María sin que una sola gota, un solo átomo se perdiera. De este corazón maternal manaban dos grandes ríos, uno que fluía a borbotones sobre nosotros, sobre la tierra y la humanidad entera, y otro que más dulcemente caía como lluvia abundante y fresca sobre el Purgatorio. Esta visión me causó una enorme alegría y mi Santo Ángel me dijo:
María intercede.
Después vi otra imagen. La Santísima Virgen, de pie ante el trono de Dios, rodeada por una nube de fuego. Yo no veía en ese momento más que el resplandor del fuego, sabiendo que ocultaba el Trono de Dios. María elevaba la mano derecha hacia Dios y también inclinaba la izquierda hacia nosotros. Y de la tierra, millones de granos de incienso muy puro eran elevados por ángeles, que los depositaban sin cesar en la mano izquierda de la Virgen Inmaculada; ella los recibía y los ponía entonces en su Corazón, que me pareció como una montaña ardiente, con el incienso más puro; y este Corazón maternal era como una hoguera, y ardía sin cesar, sin consumirse ni disminuir, y se elevaba en volutas de humo perfumadas ante el trono de Dios.
Todos los granos de incienso de la tierra, que son nuestra adoración y nuestras oraciones, eran llevados por los ángeles hasta este Corazón maternal; y allí, se queman en él y con él, en las llamas de la ardiente y eterna hoguera de amor que es el Corazón Eucarístico de Jesús, pura hoguera de caridad.
Y, del Trono de Dios, se derrama una abundante lluvia de luz que fluye a la mano derecha de María, y de ahí a su Corazón Inmaculado; esta luz era entonces suavizada e irisada, un poco como el rayo de luz del sol se tamiza en múltiples colores en el arco iris, y ella derrama sobre la tierra como un largo río luminoso, que baña la Iglesia Santa, y cae en cada alma como un dulce rocío. Parte de esta luz se dirigía hacia el Purgatorio, fluyendo en abundancia sobre cada una de estas benditas almas que se encuentran allí como un ola perfumada y refrescante, las reconfortaba mucho y las aliviaba en su condición de purificación. Estas son todas las gracias que el Señor derrama sobre nosotros por el Corazón Doloroso e Inmaculado de su Madre Santísima. El Ángel dijo de nuevo:
María intercede.
Vi, en fin, a la Santísima Virgen sentada a la mesa que estaba recubierta de un mantel inmaculado, y presentando su corazón como una espléndida copa de oro puro llena de néctar suave; ella convidaba a cada alma a la mesa y le daba a beber de este precioso licor —tanto a las almas del Purgatorio como a las que están sobre la tierra—. Después cada alma, así saciada, podía a su vez llevar esa bebida exquisita a otras personas e invitarlas a la mesa. En mi alma arrebatada se me mostró que esto significa el don de la unidad, don que surge del Corazón Eucarístico de Jesús como una fuente viva, que nos es comunicada por la Virgen María, Mediadora de todas las gracias. El Ángel dijo por tercera vez:
María intercede.
Después, todo ha desaparecido de mi vista. He terminado, en un gran júbilo de acción de gracias, el coloquio con la Virgen María, nuestra Madre tan amorosa.
Custodia de la verdad
Al acabar mi oración, he visto a la Santísima Virgen María de pie en una inmensa claridad, con las manos elevadas hacia el Cielo, su Corazón resplandeciente. Unas olas de luz, que surgían de este Corazón maternal, fluían en tres largos ríos sobre el Purgatorio, y las pobres almas venían allí a saciar su sed y a bañarse. Comprendí muy bien el símbolo; pero las almas del Purgatorio tenían otra actitud que me sorprendía: si bebían en uno de los ríos límpidos y si se bañaban en el segundo, obteniendo toda clase de dichas y de consuelos, en las aguas del tercer río, se miraban, y esto me sorprendió. El Ángel de la guarda se mostró a mi visión interior y me explicó:
Estas benditas almas no se contemplan en ellas mismas,
se contemplan en el Corazón Doloroso e Inmaculado de María la imagen de la Santidad de Dios.
Cuando se miran en el agua que brota del Corazón amante, se ven tal como son:
todavía cargadas con secuelas del pecado, todavía necesitadas de expiación. Estos tres ríos son una imagen: La Virgen Inmaculada es la Custodia de la Verdad. Las benditas almas del Purgatorio lo saben, ellas se sumergen en María en la Verdad, beben en María la Verdad, contemplan en María la Verdad. Son los mayores consuelos que reciben en el Purgatorio: contemplar en María Inmaculada la Verdad eterna, recibir de María Inmaculada la Verdad eterna. Este triple río surge del Corazón de nuestra Reina, y toma su fuente en el Corazón Eucarístico de Jesús,
que es la Verdad eterna:
María es la Mediadora.
Vosotros no lo sabéis bien,
pero las benditas almas del Purgatorio,
que son mendigas de amor,
que son pobres, ávidas de verdad,
lo saben muy bien.
Ellas contemplan en el corazón eterno de María, abierto sobre la Iglesia entera, lo que muy a menudo vosotros olvidáis: el don del Amor infinito.
Mi alma estaba maravillada. Yo veía a la Santísima Virgen y me alegraba viéndola; y ella, con las manos elevadas, intercedía sin descanso por todos sus hijos. Pero aquí abajo olvidamos el don de nuestra Madre. El Ángel concluyó:
María os da a Jesús.
Vosotros, muy a menudo, os creéis muy ricos porque estáis llenos de vosotros mismos, y no prestáis ninguna atención al don de la Madre. Pero las benditas almas del Purgatorio, que están muy necesitadas y desprendidas de ellas mismas, reciben con un inmenso agradecimiento el don de Jesús en María.
Y todo desapareció de mi vista interior. Mientras los ángeles cantaban una melodía celestial, yo daba gracias: ¡Oh, Jesús, vivo en María, sálvanos!