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UN HOMBRE VIRTUOSO (2 de 3)
Así nos ocurre con la gratitud. Una pequeñez, agradecer un pequeño servicio, hace más grato el trabajo al agradecido.
Hemos mencionado en algún lugar la costumbre existente hasta no hace muchos años en los pueblos de la Castilla rural de reunirse en los días de invierno los hombres de la aldea en la fragua o taller del artesano del pueblo en animada tertulia, y así ocurriría en Nazaret. Allí se juntarían los hombres del pueblo en los días crudos del invierno, en las mañanas plomizas del otoño, sabiendo que no solo no molestaban al dueño, sino que eran muy bien recibidos por el mismo, que seguiría con su trabajo al que incluso echarían una mano cuando fuese menester.
La afabilidad nos lleva a ser personas acogedoras, dispuestas a escuchar a quienes nos rodean.
Una de las consecuencias de la cultura en que estamos inmersos es la dificultad que encuentran tantas personas, fundamentalmente mayores, para que alguien los escuche. San Josemaría Escrivá nos recuerda que la caridad está, más que en dar, en comprender. Para comprender es necesario conocer y para conocer es preciso escuchar. Son muchos los que se mueren de soledad porque nadie: hijos, nietos, esposos/as, tienen tiempo para escucharles, aunque sí lo tengan para contemplar los programas de TV o devorar las revistas del corazón.
Escuchar a los mayores es una verdadera obra de misericordia, aunque a veces sea necesario usar de una cierta dosis de paciencia, que es también una virtud humana. A no pocos vendría bien recordar las palabras bíblicas: no desprecies lo que cuentan los viejos, que ellos también han aprendido de sus padres.
Hoy no parece que tenga buena prensa la delicadeza, la cortesía para con los demás. No son pocos los que quieren confundir la cortesía, pura delicadeza humana, con un formalismo vacío de contenido, propio de épocas pasadas. Indudablemente, ha habido tiempos en que las cortesías, la forma de ser cortés, eran barrocas y pesadas, tal vez demasiado aparatosas, pero también eran, sin duda, un hallazgo de la civilización para respetar al prójimo. Ahora algunos confunden en ocasiones una mal entendida sinceridad con una notoria falta de educación.
La ordinariez, que es sinónimo de grosería y vulgaridad, a la hora de vestir, de comer o de hablar, hace muchas veces insoportable y hasta borrascosa la vida social, por más de moda que algunos lo quieran considerar.
Todo hombre es imagen de Dios, icono de Dios en la tierra, y todo hombre ha costado la sangre redentora de Cristo; todo hombre, por ello, tiene un valor que todos estamos obligados a respetar. Todos, sin ninguna excepción, merecemos consideración y respeto y esa consideración y ese respeto debemos expresarlo con signos externos -no tenemos otro modo-, que son manifestación de nuestra actitud interior.
En el Evangelio se hace constar cómo Jesús valoraba y apreciaba estos detalles de delicadeza y cortesía. Los ejemplos son muchos, pero nos podemos fijar tan solo en uno transmitido por san Lucas. Un fariseo invitó a Jesús a su casa y le preparó un banquete. En aquella ciudad había una mujer de la vida que se sintió atraída por la predicación del Señor y, arrepentida, lloró con amargura sus pecados, regó con sus lágrimas los pies de Jesús, los enjugó con sus cabellos y, después de besarlos, derramó sobre los mismos un perfume de mucho valor. El fariseo pensó mal de Jesús, que se dejaba tocar por aquella mujer de mala vida, deduciendo que no podía ser un buen profeta, como señalaba la gente, cuando desconocía la mala fama de la mujer. Jesús, que conoció sus pensamientos, le propuso una parábola en la que a un prestamista le debían dinero dos clientes: uno, quinientos denarios y el otro, cincuenta, y a ambos les perdonó la deuda. Jesús preguntó al fariseo quién de los dos le parecía que debería estar más agradecido y el fariseo contestó que aquel al que más se le había perdonado. Entonces Jesús le dijo: has juzgado rectamente: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; ella, en cambio, ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso; pero ella, desde que entró, no ha dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza con oleo; ella, en cambio, ha ungido mis pies con perfume.
Jesús echa de menos los detalles de cortesía y delicadeza humana que el fariseo no ha tenido con Él y nos recuerda a los cristianos que todos esos detalles también forman parte de nuestra condición de tales. Dios nos quiere finos, delicados con Él y con los demás, teniendo presente que, si no somos delicados con los hombres, difícilmente lo seremos con Dios.
¿Acaso podemos imaginar a san José tratando groseramente no solo a su esposa, la Virgen María, sino incluso a alguno de sus clientes?
Si nos esforzamos por tratar a los demás con delicadeza y amor, terminaremos por hacer lo mismo con las cosas materiales que nos rodean y de las que nos servimos para vivir: los instrumentos de trabajo, la ropa, los muebles, las puertas y ventanas; se acabarán las contestaciones destempladas, las voces, los portazos y los ruidos; sabremos respetar el silencio y la paz de cuantos nos rodean en nuestra casa, en nuestro lugar de trabajo y hasta en la misma calle.
La delicadeza con los demás nos llevará a ser leales y pacientes con ellos.
En otro lugar hemos hablado de la lealtad de san José, a quien la Iglesia califica como siervo fiel, leal y prudente.
La lealtad es virtud de gente fuerte y recia que sabe amar. La lealtad es la base de la amistad hasta el punto de que, si a esta le falta aquella, no merece tal nombre.
Ser leal es ser hombre de palabra. Alguien de quien uno se puede fiar; de quien sabe que no le va a traicionar y que, si le hace partícipe de una confidencia, va a saber guardarla; alguien que dice a la cara lo que sea preciso decir.
Si antes dijimos que es difícil ser delicado con Dios cuando se es brusco, grosero o ineducado con los demás, lo mismo podemos decir de la lealtad, porque esta no se da solo entre personas, sino también con Dios. Somos leales con el Señor cuando nos esforzamos por ser fieles a los compromisos con Él adquiridos y consecuentes con las decisiones tomadas.
El hombre leal con sus amigos, con su familia, con Dios, también es paciente; sabe esperar, no pierde la calma, no busca los frutos inmediatos, sabe sembrar sin saber si podrá disfrutar de los frutos de lo que siembra. Dios, que nunca falta a su palabra, que es fiel, es también paciente con los hombres.
La magnanimidad es virtud de los que tienen el corazón grande en el que caben todos; un alma generosa que nos lleva a pensar en los demás, que no teme arredrarse en obras valiosas que pueden beneficiar al prójimo. Es virtud reñida con la cicatería, la estrechez de ánimo, el cálculo egoísta, la trapisonda, en una palabra, con el egoísmo.
El magnánimo se olvida de sí mismo; no da simplemente lo que le sobra y aun lo que no le sobra, se da a sí mismo. Jesucristo es el mejor ejemplo de magnanimidad; no solo nos dio su doctrina, sus milagros, su mensaje de amor; se da a sí mismo muriendo por nosotros en la Cruz y haciéndose nuestro alimento en la Eucaristía.
En san José tenemos un ejemplo de magnanimidad cuando, olvidándose de sí, de sus planes, de sus proyectos, de sus ilusiones, se pone en las manos de Dios para cuidar a Jesús y a María; para realizar la obra que mayores beneficios ha reportado a toda la humanidad.
Ese corazón magnánimo de san José sigue vivo en el cielo, no podía ser de otra manera, como han experimentado tantos santos. Sirvan de ejemplo las palabras de santa Teresa de Jesús: No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas, y que quiere el Señor damos a entender que, así como le fue sujeto en la tierra, que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar, así en el cielo hace cuanto le pide.