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«Praedicans praeceptum». El programa de Cristo
Leyes del pecado
Regnavit mors: reinó la muerte: y en el corazón de los hombres se implantó la ley del pecado, con toda su gama de variantes y formulaciones:
hay personas para quienes no hay más ley en el universo que la ley de la gravedad, y hacen tabla-rasa de todos los valores morales;
hay otras —escribas y fariseos hipócritas— que pagan el dinero de la menta y del comino, y después no cumplen lo más importante de la ley;
para muchos, la única ley es el dinero;
para otros sólo existe la ley del más fuerte;
hay quienes se alimentan de la injusticia y la maldad,
y los hay también que sólo se rigen por la ley del placer, sucio su corazón, incapaces de amar al Amor.
Bienaventuranzas
Pero Jesucristo destrozó a la muerte y arrasó su reino.
Entonces, El mismo, —Cristo Rey en Sión, monte santo de Dios—, predicó su decreto, estableció su ley.
En efecto, todos los comentaristas del Salmo 2 estiman que praedicans praeceptum idem est ac legem evangelicam docens, la predicación de su decreto es la enseñanza de la ley evangélica, o «el Evangelio» sin más, como dice Tomás de Aquino.
En la imposibilidad de abarcar todo este tema, vamos a fijarnos en lo que se ha dado en llamar «quintaesencia del Evangelio»: las bienaventuranzas.
Dice San Mateo: Subió Jesús al monte con sus discípulos y mucho gentío, y una vez sentado, empezó a enseñarles, diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos;
bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra;
bienaventurados los que lloran, porque serán consolados;
bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados; bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia;
bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios;
bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios;
bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos
Para una exposición amplia y sustanciosa de' las «Bienaventuranzas», ver San Agustín, El Sermón de la montaña, Ed. Palabra, Madrid, 1976.
Vamos a repensarlas un poco:
Bienaventurados son los pobres: no los que Carecen de bienes de fortuna a causa de su pereza;
bienaventurados los mansos: no los que no se "complican la vida", porque son cobardes;
bienaventurados los que lloran: no simplemente los que viven amargados y se pierden en estériles lamentos;
bienaventurados los que tienen hambre y sed de santidad: no los santurrones beatos;
bienaventurados los misericordiosos: no los filántropos;
bienaventurados los limpios de corazón: no los que viven obsesionados por el pecado de impureza;
bienaventurados los pacíficos: no los abstencionistas que no saben comprometerse en el Amor;
bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia: no los insolentes que pisotean la ley.
El espíritu de las bienaventuranzas no permite en modo alguna quo nos durmamos en los laureles, que busquemos atajos facilones para el seguimiento de Cristo.
El espíritu de las bienaventuranzas se opone radicalmente al espíritu del mundo. Las gentes, los pueblos, los príncipes y los reyes de la tierra, se consideraban a sí mismos «beati», dichosos, bienaventurados... ¡qué lejos están de la ley evangélica!
«Ojo por ojo y diente por diente»: dura es la ley del Talión;
«Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo»: dura es la ley de la vieja economía.
El camino de la felicidad, de la bienaventuranza, sólo Cristo supo trazarlo de manera definitiva. Las bienaventuranzas son virtudes netamente cristianas. La mentalidad pagana del mundo ni las conocía ni las conoce.
Son ocho puntos que comprometen al hombre hasta el fin. Y, a juicio de Santo Tomás, hay en ellas una gradación ascendente que culmina en la plena asimilación de Jesucristo —et hunc crucifixum— cosido con clavos al madero de la Cruz.