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13 septiembre 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

2. La tarde del domingo

Hay, al parecer, dos pequeños detalles de aquella mañana que con facilidad nos suelen pasar inadvertidos. Escribe San Marcos:

Habiendo resucitado, al amanecer del primer día de la semana se apareció en primer lugar a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que se encontraban tristes y llorosos. Pero ellos, al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no la creyeron (Me 16, 9-11).

Y cuando las otras mujeres comunicaron a los discípulos el mensaje que les habían dado los ángeles, diciendo que Jesús había resucitado, a ellos «les pareció como un desvarío lo que habían contado, y no las creían» (Le 24, 11).

Al llegar a este momento, aquellos dos discípulos de entre los setenta y dos que, desalentados, habían decidido volver a su aldea y recomenzar su vida, y que habían esperado hasta ver si se confirmaba lo que las mujeres habían dicho, decidieron emprender la marcha. Iban a Emaús, aldea situada —al decir de Ricciotti— a unos treinta kilómetros de Jerusalem, y durante el camino iban hablando de lo que había sucedido aquellos días. En un determinado momento, como un caminante que iba en su misma dirección, se les reunió Jesús, pero de modo que ellos no le reconocieron. Les preguntó: «¿Qué conversación traéis entre los dos, y por qué estáis tristes? Uno de ellos, de nombre Cleofás, le respondió: ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?» (Le 24, 17-19). Jesús, haciéndose el desentendido, preguntó qué había ocurrido:

Y le contestaron: «Lo de Jesús Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo han crucificado. Pero nosotros esperábamos que Él fuera quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han sobresaltado, porque fueron al sepulcro de madrugada, y al no encontrar su cuerpo vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, los cuales les dijeron que estaba vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a Él no le han visto» (Le 24, 19-24).

Jesús escuchó la exposición de lo que era causa de su tristeza sin interrumpirles; y cuando terminaron, les hizo ver cómo todo lo sucedido era necesario que ocurriera antes de que Cristo entrara en su gloria. «Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas les interpretaba en todas las Escrituras los pasajes que se referían a Él.» Tan interesados y embebidos en la conversación iban los discípulos escuchando a Jesús que el camino se les hizo corto, de tal manera que para cuando quisieron darse cuenta estaban llegando a la aldea. Jesús hizo ademán como de seguir su camino, pero ellos le detuvieron diciendo: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día va de caída». Se quedó con ellos, y estando juntos en la mesa, «tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio», y entonces ellos le reconocieron. Jesús, sin embargo, «desapareció de su presencia». Ellos, entonces, se miraron asombrados y se dijeron: «¿Acaso no nos ardía el corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalem» (Le 26, 33): ya no les importaba que fuese tarde y el día fuese de caída.

San Marcos resume este episodio, tan extensamente relatado por San Lucas, en unas líneas que también tienen algo de sorprendente: «Después de esto —dice tras contar lo que anunciaron las mujeres a los discípulos— se apareció bajo distinta figura a dos de ellos que iban de camino a una aldea; también ellos regresaron y lo comunicaron a los demás; pero tampoco los creyeron» (Me 16, 12).

Realmente no se puede tachar a los discípulos de crédulos. No creyeron a María Magdalena cuando les dijo que había visto a Jesús resucitado y hablado con Él; no creyeron a las mujeres que les comunicaron que los ángeles les habían hecho saber que había resucitado; y a los de Emaús, tampoco los creyeron. Fue entonces, cuando Cleofás y su compañero contaban su encuentro sin que los creyeran, el momento en que, de repente, apareció Jesús en medio de ellos y les dijo: «Paz a vosotros».

Se quedaron turbados y asustados pensando que veían un espíritu. Y les dijo: «¿Por qué estáis turbados, y por qué dais cabida a esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne y hueso como veis que yo tengo». Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. Como no acabasen de creer por la alegría y estando llenos de admiración, dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?» Entonces ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Y tomándolo comió delante de ellos (Le 24, 36-43).

Así pues, Jesús tuvo que hacer personalmente algo que hiciera ver a los discípulos que realmente había resucitado, ya que ni a María Magdalena, ni a las otras mujeres, ni a los de Emaús les habían creído.

Me parece formidable, Jesús, y de enorme fuerza formativa para quien sea capaz de entender, el episodio de los discípulos de Emaús. Dos discípulos a quienes la tristeza primero, y el desaliento después hicieron —o estuvieron a punto de hacer— de dos discípulos dos desertores que abandonaban a los demás para rehacer su vida de otro modo. Pero tú, que los querías, fuiste personalmente a recuperarlos. Podías haberlo hecho muy fácilmente, Señor: hubiera bastado que te hubieras presentado ante ellos tal y como te habían visto durante tu vida pública, con las llagas en las manos y en los pies como señal de tu crucifixión, y hubiera sido suficiente. Pero si hubiera sido suficiente, no hubiera sido un medio ni un modo ordinario, y cuando lo ordinario basta, lo extraordinario está de más. Si no cediste a la tentación de mostrarte ante los atónitos habitantes de Jerusalem arrojándote desde lo alto del Templo para descender, no en una vertiginosa caída, sino llevado suavemente por ángeles, ¿ibas ahora a hacer una manifestación extraordinaria cuando bastaba la Escritura y el buen juicio para procurar el remedio? En efecto, Jesús —como comenta Mons. Escrivá—, tú no te impones nunca. Tú quieres que te llamemos «libremente, desde que hemos entrevisto la pureza del amor» que nos has metido en el alma; tú quieres que te hagamos fuerza y te detengamos rogándote: Mane nobiscum, quédate con nosotros porque es tarde y el día va de caída, se hace de noche, «cuando nadie puede trabajar» (Jn 9, 4).