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9 agosto 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

6. Entre la muerte y la resurrección

El último momento en que los discípulos habían estado reunidos en torno a Jesús fue el del prendimiento. Allí estaban Pedro, Santiago y Juan, que antes habían sido unos soñolientos y descuidados testigos de la humillación de Jesús en el Huerto, dormidos mientras su Maestro sufría ante la perspectiva de lo que iba a venir sobre él y oraba con intensidad para que, a pesar de todo, se cumpliera la voluntad del Padre, y atónitos en los dos intervalos en que el Señor se acercó a ellos buscando un poco de calor y comprensión en su espantosa soledad, pero incapaces de darle ninguna de las dos cosas. Allí estaban también los ocho —Andrés, Felipe, Natanael, Judas Tadeo, Santiago, Tomás, Mateo y Simón el Cananeo— que Jesús dejó a la entrada de Gethsemaní. Allí estaba asimismo Judas, el traidor, conduciendo a los judíos que iban a prenderle y poniéndose al frente para facilitarles la tarea. Fue la última vez que Jesús los vio juntos.

A partir de ese momento sobrevino la dispersión. Judas, que voluntariamente se había excluido del grupo, comienza ya a vagar sin que nadie le haga caso; se ha quedado absolutamente solo. Juan se pega a Jesús y le sigue hasta el Calvario, donde le ve morir; Pedro, después de su impetuoso golpe de espada a uno de los que iban a prender al Señor, huyó con los demás como primera reacción; mas acordándose de sus promesas, había vuelto sobre sus pasos para seguir a Jesús... de lejos; llegó hasta el atrio del Pontífice, pero no más allá. El resto de los discípulos huyó en la noche, desperdigándose, y de ninguno de ellos dan noticia alguna los evangelistas.

Al atardecer del viernes fue Jesús sepultado; era «al caer el sol», dice San Marcos (15, 42), cuando José de Arimatea pidió a Pilato el cuerpo de Jesús; ni Lucas ni Juan hacen indicación alguna sobre el momento, pero Mateo (27, 57) coincide con Marcos al señalar «siendo ya tarde». No debieron ser demasiados los testigos del entierro: «José, pues, tomando el cuerpo, le envolvió en una sábana limpia y lo colocó en un sepulcro suyo que había hecho abrir en una peña, y no había servido todavía; arrimando una gran piedra, cerró la puerta y se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas enfrente del sepulcro» (Mt 27, 61). La «otra María» era, como nos informa Marcos, «María la de José», y ambas «estaban observando dónde le ponían» (Me 15, 47). Es Juan quien menciona a Nicodemo, que acudió al sepulcro —quizá mientras José de Arimatea hacía su gestión con Pilato para disponer del cuerpo de Jesús —llevando consigo «una confección de mirra y áloe, cosa de cien libras»; entre ambos bañaron el cuerpo de Jesús en las especies aromáticas y le amortajaron (Jn 19, 39 y 40). No parece que hubiera pensado nadie, al menos deliberadamente, poner el cuerpo de Jesús en el sepulcro de José, sino más bien ello se debió a las circunstancias. Como estaba a punto de comenzar el descanso sabático y «había en el lugar donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo», y como «este sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús allí» (Jn 19, 41-42). Juan no menciona a las mujeres que lo observaban, pero Lucas —no en vano es el que concede mayor atención a la mujer— indica que «las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea observaron el sepulcro y la manera con que había sido depositado el cuerpo de Jesús. Y al volverse, hicieron prevención de aromas y bálsamos, bien que durante el sábado se mantuvieron quietas según el mandamiento» (Le 23, 55 y 56).

«Al volverse»... ¿Dónde se volvieron las mujeres? Se admite generalmente que al Cenáculo, a la casa de Jerusalem donde Jesús había mandado preparar la cena pascual. Allí debieron también ir llegando los dispersos discípulos, cada uno de sabe Dios dónde. Y, ciertamente, no resulta empeño imposible imaginar, si no exactamente, sí al menos con toda verosimilitud, el ánimo de aquellos hombres, elegidos por el Señor, formados en su compañía a lo largo de tres años, preparados para una empresa sobrehumana, instruidos en lo que había de ser su misión, prevenidos acerca de lo que podían esperar de su fidelidad al Maestro y de su servicio a los hombres (cfr. Jn 15). Tristes por los sucesos de aquel día; muertos de vergüenza, sin apenas atreverse a mirarse unos a otros por el lamentable espectáculo de su huida; medrosos por lo que pudiera ocurrirles ahora a ellos. Y Pedro, los ojos enrojecidos por el llanto, sin consuelo, envidiando la flaqueza y el poco valor de los demás que, al menos, no habían negado al Maestro. Sólo Juan y las mujeres tenían paz en sus almas: habían estado hasta el fin, firmes en su amor por Jesús, sin pensar en sí mismos ni tan siquiera por instinto. Y las mujeres, tan enamoradas del Señor, tan prácticas siempre para las menudas cosas que el amor inspira, hasta habían tenido la precaución de adquirir aromas y bálsamos para ungir el cuerpo de Jesús en cuanto pudieran, con calma y bien, porque por el apuro del tiempo ¡había sido tan precipitada la atención al cuerpo de Jesús que habían hecho José y Nicodemo con toda su buena voluntad!

En aquel ambiente, quizá un poco —o un mucho— tenso por el contraste de una parte entre Juan y las mujeres, que tan bien se habían portado, y de otra los discípulos, que se habían portado tan mal; en el que cualquier comentario acerca de todo lo que había ocurrido, y especialmente de lo que Juan y las mujeres habían presenciado, debía avivar el dolor y la vergüenza de los discípulos, la Virgen debió ser, sin duda, no sólo el lazo de unión, sino además la esperanza que abriría un horizonte en la visión todavía muy pequeña de los discípulos. Era la que más había sufrido, pero también la más serena. Ella sabía lo que los demás deberían saber porque se les había dicho y anunciado; pero sus ojos nunca estuvieron, como los de los discípulos, ciegos, ni su entendimiento cerrado. La Virgen comenzó, entonces, en la tarde del viernes, a ejercer su maternidad sobre los hombres en la persona de aquellos discípulos tan maltrechos y desmoralizados; Ella les consoló, haciéndoles apartar la mirada de sí mismos para ponerla, una vez más, en el Señor. ¿Acaso Él no les había amado, aun sabiendo que iban a abandonarle? ¿No le había anunciado a Pedro, con tiempo, lo que le iba a suceder, y con todo le había distinguido una vez más, llevándolo consigo al huerto de Gethsemaní? ¿No había hecho mención de que herirían al pastor y se dispersarían las ovejas?

Pero no se trataba tan sólo de su flaqueza personal, de su deserción en el momento en que Jesús más necesitaba de su fidelidad y de su apoyo. A la sensación de haber fallado se sumaba además una inmensa desilusión, una grave y profunda tentación de desaliento. Ellos habían creído en Jesús, y fiados de su palabra, habían dejado todo lo que tenían —poco o mucho, más bien poco, pero todo— y se habían embarcado con él en aquella prodigiosa aventura. Habían sido, ciertamente, unos años maravillosos, y ningún precio, ningún sacrificio hubiera sido demasiado alto por haberlos vivido. No estaban arrepentidos de ello. Pero, ¿y ahora? Los judíos habían vencido y Jesús había muerto como si fuera un impostor, condenado por la autoridad religiosa de su pueblo, ajusticiado por la autoridad civil entre un par de delincuentes comunes. Con Jesús había acabado todo. Y ellos no sabían qué hacer, ni a dónde ir. Aquel anochecer del viernes era, en verdad, la hora de las tinieblas.

Salvadas las distancias, que son muchas y grandes, ¿no encontramos, acaso, en nuestra vida, si pensamos con un poco de profundidad, situaciones análogas a esta hora de oscuridad por la que pasaron los discípulos?