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MODELO DE DISCRECIÓN (1 de 2)
Puede causar extrañeza contemplar como no se ha conservado en el santo Evangelio una sola palabra de las pronunciadas por san José.
Sabemos de su oficio, de su familia, de su desposorio con la Virgen, del ejercicio de sus funciones de padre legal de Jesús, de sus congojas, de sus alegrías y de sus penas, de su prontitud en ejecutar las órdenes de Dios, pero no sabemos nada, ni una sola palabra, de cuanto dijera a lo largo de su vida.
El Evangelio siempre es ejemplarizante y para nosotros los cristianos el único camino para ir hasta Dios, para llegar al Padre. No podemos pensar que se trata de un olvido del evangelista, porque el autor último y principal de toda la Revelación es el Espíritu Santo y este no se puede olvidar. Más bien debemos pensar que el Señor desea que aprendamos y apliquemos a nuestra vida las lecciones que nos da san José, también con su silencio.
Por otra parte, si sabemos que san José fue la persona que, después de la Virgen, más ha querido a Jesús, debemos concluir que su postura, sus actos y sus actitudes ante el misterio son suficientes para que nosotros, intentando imitarle, podamos también enamorarnos de Jesús y cumplir así la misión que Dios nos ha encomendado como cristianos.
Vivimos una etapa de la historia, los inicios del siglo xxi, en los que priva el ruido. Es tal la obsesión por hablar, por comunicar, por contar cosas, verdaderas o falsas, constatadas o rumoreadas, que no hay espacio ni tiempo para el reposo, la reflexión o el silencio. Da la impresión de que no son pocos los que, aturdidos por el ruido de sus palabras y la turbulencia de sus vidas, no tienen tiempo de reflexionar, disimulando con el ruido no solo su ignorancia, sino su incapacidad para pensar y sentir.
San José nos enseña, con su silencio, a intentar dar una salida airosa, honrada y justa a los problemas que se nos vayan presentando en la vida. Cuando san Mateo cuenta la angustia de san José al ver embarazada a su esposa sin su intervención, indica o señala su interés en no dar publicidad al caso y, a solas con Dios, en la intimidad de su conciencia, busca solucionar el problema sin perjudicar a otra persona, en este caso, a la Virgen.
Por otra parte no parece que el silencio de san José obedezca a su condición de hombre imaginativo que vive en su burbuja de cristal, en un mundo imaginado que tiene poco que ver con el mundo real. Más bien es descrito como un hombre práctico, bien asentado en la tierra, que ocupa todos sus sentidos en resolver las dificultades, que no fueron pocas, con las que se encontró en la vida.
No parece tampoco que su silencio obedezca a una postura de engreimiento, de soberbia, de hombre que mira por encima del hombro a sus semejantes, a los que él considera en un plano inferior al que él no puede rebajarse.
Más bien su silencio es del contemplativo, el del hombre que, bien asentado en la tierra, tiene su pensamiento y su mirada en Dios. Del hombre que necesita pensar y desea rezar y para ello necesita el silencio.
Toda reflexión exige silencio. Es difícil, por no decir imposible, hacer una reflexión seria sobre un problema cualquiera de los mil que pueden surgir en la vida, en medio de la calle o en el ruido de una discoteca. La reflexión exige interiorización y esta requiere el silencio.
La consideración sosegada de los acontecimientos o la resolución de las cuestiones que afectan a la vida diaria exigen silencio, recogimiento. San Josemaría Escrivá decía que el silencio es el portero de la vida interior porque sin él es imposible la vida interior.
Sumergirse en el silencio es llenarse del espíritu de Dios, que habla en el silencio. Para sentirlo, escucharlo, paladearlo, es necesario, sencillamente, callar, bajar el volumen de ruidos de nuestra intimidad. Cuanto más profundo es el misterio, más intenso debe ser el silencio y más se despliega la acción del Espíritu Santo.
Pocas cosas perturban tanto la vida interior, la relación con Dios, como la algarabía provocada en nuestra alma por esa serie de preocupaciones triviales, de noticias banales, que apresan nuestra atención convirtiéndonos en frívolos, ligeros o inconstantes.
El ruido reporta otro inconveniente: la dificultad de escuchar, y el que no escucha se priva de la posibilidad de aprender.
Si san José pudo oír al ángel y enterarse del misterio, fue gracias a su silencio. Escuchar cuando uno está inmerso en la turbulencia de noticias y comentarios, de chismes, de dimes y diretes, es francamente difícil, y, si es difícil escuchar, mucho más lo será el enterarse de lo que verdaderamente es interesante. La frivolidad que envuelve tantas vidas, que hace fracasar tantos proyectos nobles, que conlleva tanta tristeza, tiene su origen en gran medida en la cultura del ruido en que estamos inmersos.
En el último viaje que realizó el Papa Juan Pablo II a España decía a un número cercano al millón de jóvenes: El drama de la cultura actual es la falta de interioridad, la ausencia de contemplación. Sin interioridad, la cultura carece de entrañas, es como un cuerpo que no ha encontrado todavía su alma. ¿De qué es capaz la humanidad sin interioridad?
Lamentablemente conocemos muy bien la respuesta. Cuando falta espíritu contemplativo, no se defiende la vida y se degenera todo lo humano. Sin interioridad, el hombre moderno pone en peligro su propia integridad.
San José es buen modelo de lo propuesto por el Papa. Sabe callar guardando en su interior la grandeza de cuanto contempla, apareciendo, por ello, como un hombre de paz, dueño de sus silencios y no esclavo de sus palabras.
Tal vez esa falta de interioridad, de reflexión, denunciados por el Papa, sean origen de esa exaltación casi patológica del individualismo, de la misión de la conciencia individual, que ha llevado a una visión deformada de la libertad, que poco tiene que ver con el verdadero concepto de la misma y sí con el libertinaje; de la personalidad, que en no pocos ambientes discute el concepto mismo de autoridad y el valor y la dignidad de la obediencia, virtud vivida con prontitud y alegría por san José.
Una lección más, entre otras, que podemos aprender del silencio de san José es su fortaleza.
Hay personas que siempre tienen la queja en los labios ante cualquier dificultad por pequeña que sea; que airean a los cuatro vientos sus problemas; que siempre están disculpándose o dando explicaciones de cuanto hacen o dejan de hacer; que parecen necesitar de la aprobación de los demás para sentirse tranquilos. Son personas inmaduras a las que se les va toda la fuerza por la boca.
San José no actuó así. Cuando esperaba en su casa de Nazaret el nacimiento de Jesús, llegó la orden del César y no consta que dijese una palabra de queja, simplemente se puso en camino hacia Belén y cumplió con su deber. Algo semejante ocurre cuando, ya instalado en Belén, un ángel del Señor le avisa de las intenciones taimadas de Heredes y de la conveniencia de huir a Egipto; él se levantó, dice el evangelista, tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto. No aparece una queja, un comentario, un ditirambo contra el rey cruel, nada; simplemente obedece, hace lo que le indica el ángel y pone a salvo tanto a la madre como al hijo.
Comentando este pasaje, san Juan Crisóstomo dice: Al oír esto, san José no se escandalizó ni dijo: esto parece un enigma. Tú mismo me decías no ha mucho que Él salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz de salvarse a sí mismo, sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje, un largo desplazamiento. .. Pero nada de eso dice, porque José es un varón fiel. Tampoco pregunta por el tiempo de la vuelta, a pesar de que el ángel lo había dejado indeterminado, pues le había dicho: Estate allí hasta que yo te diga. Sin embargo, no por eso quedó paralizado, sino que obedece y cree y soporta todas las pruebas con alegría.