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Agenda

29 agosto 2024

La Eucaristía

San Josemaría

Respeto y caridad

Es Cristo que pasa
, 72.- Nos sorprendía al principio la actitud de los discípulos de Jesús ante el ciego de nacimiento. Se movían en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal, y acertarás. Después, cuando conocen más al Maestro, cuando se dan cuenta de lo que significa ser cristiano, sus opiniones están inspiradas en la comprensión.

En cualquier hombre —escribe Santo Tomás de Aquino— existe algún aspecto por el que los otros pueden considerarlo como superior, conforme a las palabras del Apóstol "llevados por la humildad, teneos unos a otros por superiores" (Philip. II, 3). Según esto, todos los hombres deben honrarse mutuamente. La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona —por su honor, por su buena fe, por su intimidad—, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y de la justicia.

La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador. Por eso, los atentados a la persona —a su reputación, a su honor— denotan, en quien los comete, que no profesa o que no practica algunas verdades de nuestra fe cristiana, y en cualquier caso la carencia de un auténtico amor de Dios. La caridad por la que amamos a Dios y al prójimo es una misma virtud, porque la razón de amar al prójimo es precisamente Dios, y amamos a Dios cuando amamos al prójimo con caridad.

Espero que seremos capaces de sacar consecuencias muy concretas de este rato de conversación, en la presencia del Señor. Principalmente el propósito de no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la convivencia leal, la justicia y la paz.

Y la decisión de no entristecernos nunca, si nuestra conducta recta es mal entendida por otros; si el bien que —con la ayuda continua del Señor— procuramos realizar, es interpretado torcidamente, atribuyéndonos, a través de un ilícito proceso a las intenciones, designios de mal, conducta dolosa y simuladora. Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio —Iesus autem tacebat, Jesús callaba—, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean. Preocupémonos sólo de hacer buenas obras, que Él se encargará de que brillen delante de los hombres.

Lucha incesante

Es Cristo que pasa
, 75.- La guerra del cristiano es incesante, porque en la vida interior se da un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya perfectos. Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro camino; si no encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso. Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes.

Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte. Por eso enseña San Pablo: yo voy corriendo, no como quien corre a la ventura, no como quien da golpes al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado.

El cristiano no debe esperar, para iniciar o sostener esta contienda, manifestaciones exteriores o sentimientos favorables. La vida interior no es cosa de sentimientos, sino de gracia divina y de voluntad, de amor. Todos los discípulos fueron capaces de seguir a Cristo en su día de triunfo en Jerusalén, pero casi todos le abandonaron a la hora del oprobio de la Cruz.

Para amar de verdad es preciso ser fuerte, leal, con el corazón firmemente anclado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Sólo la ligereza insubstancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores, que no son amores sino compensaciones egoístas. Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos.

En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día. Nos busca, como buscó a los dos discípulos de Emaús, saliéndoles al encuentro; como buscó a Tomás y le enseñó, e hizo que las tocara con sus dedos, las llagas abiertas en las manos y en el costado. Jesucristo siempre está esperando que volvamos a Él, precisamente porque conoce nuestra debilidad.