Página inicio

-

Agenda

28 agosto 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

SIERVO FIEL Y PRUDENTE (2 de 3)

Nos dice cómo Jesús, acompañado de una gran multitud, se internó en una zona despoblada y un tanto apartada de lugar habitado. Atento a las necesidades de la gente no solo espirituales sino también materiales, pidió a los apóstoles que les diesen de comer y con unos pocos panecillos y unos peces alimentó a más de cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. Ante el milagro, la gente enardecida quiso proclamarle rey, pero Jesús se retiró a un lugar solitario a hacer oración.

Al día siguiente lo encontró la multitud en la sinagoga de Cafarnaún y el Señor aprovechó la ocasión para predicarles uno de los discursos más importantes del Evangelio: el anuncio de la institución de la Eucaristía.

Para algunos, aquel anuncio superaba cuanto podían imaginar y les sirvió de pretexto para abandonarle y no ir más con Él. Es de advertir que para entonces ya las autoridades religiosas judías habían determinado acabar con el Señor.

Por lo que se nos alcanza, esta es la postura de no pocos cristianos de hoy. Están dispuestos a seguir a Jesús al calor del milagro, pero poco dispuestos a aceptar todo aquello que no comprenden en el terreno de la fe o que no les gusta en el terreno de la moral, y buscan excusas, como los judíos de Cafarnaún, para desertar, para no ser fieles, sin perder por completo su dignidad, incluso ante ellos mismos.

También ahora algunos, mucho me gustaría que no fuesen muchos, prefieren no seguir a Jesús, no ser fieles, porque no está bien visto ante los poderosos de la política o de la economía, porque los medios no lo consideran políticamente correcto, porque exige renuncia y mortificación, y también buscamos excusas. Le echamos la culpa a la Iglesia, que, según nuestra autorizada opinión, está muy anticuada, lejana al mundo actual, anclada en el pasado; a los colegios o a los padres que nos impusieron una educación con la que no estamos de acuerdo, a los profesores que no supieron enseñarnos la religión como nosotros pensábamos se debía enseñar, etc. Excusas como las de aquellos judíos que se marcharon, y difícilmente se podrá argumentar que Jesús no sabía enseñar o ignoraba las necesidades de las gentes del momento.

Pero Jesús, como entonces, nos pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos?, esperando de nosotros la respuesta de Pedro: ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el santo de Dios.

Solo los que le conocen y le tratan se quedan con Él. Solo los que le conocen y le tratan le son fieles.

Continúa el Papa Juan Pablo II con su mensaje a los seminaristas indicándoles que, en segundo lugar, deben ser fieles a la Iglesia.

Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... En la Iglesia habéis nacido como cristianos... Todo nos invita a ser fieles a la Iglesia, penetrando y amando su misterio. La Iglesia no es una realidad meramente humana, sino el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, el templo del Espíritu Santo, el «sacramento universal de salvación». La fidelidad a Cristo se prolonga en fidelidad a la Iglesia, en la que Cristo vive, se hace presente, se acerca a todos los hermanos y se comunica al mundo.

La fidelidad a la Iglesia equivale a aceptarla en toda su integridad. No es fiel a la Iglesia el que admite o admira alguna faceta de la misma: su obra social o caritativa, su culto, su arte, etc., y rechaza sus normas morales o disciplinares, no contribuye a su sostenimiento, critica o difama a sus ministros, difunde escritos que la vilipendian...

Muchas son las facetas de la fidelidad a la Iglesia: amor filial, responsabilidad misionera, obediencia, sentido de Iglesia, espíritu de comunidad...

Por último, señala el Papa la fidelidad a la propia vocación.

Todos tenemos una vocación específica: al sacerdocio, a la vida consagrada, a la vida matrimonial, y todos debemos ser fieles a esa vocación recibida de Dios.

La coherencia vivencial con la exigencia de la propia vocación es faceta imprescindible de la fidelidad. Se trata de ajustar la propia vida al objeto de la opción fundamental asumida. Esto implica llevar un estilo de vida coherente y concorde, que tiene en cuenta las necesidades de los demás, de la sociedad, según la misión que cada uno está llamado a desempeñar.

Esta fidelidad a Cristo y ala Iglesia, según el propio carisma y la propia misión, se convierte en la mayor fidelidad al hombre y ala sociedad.

La fidelidad no es un valor en sí misma. Es un valor instrumental. Se es fiel a Dios, a un amigo, a la esposa o el esposo, a la empresa donde se trabaja, al país al que se pertenece o a la misma humanidad.

Al no ser un valor en sí misma acompaña al hombre y, por ello, se puede emplear para el bien o para el mal. No sería moralmente laudable la fidelidad al jefe de una banda de criminales o ladrones, al amigo o al grupo de amigos con el que se gasta uno en juergas y francachelas el dinero necesario para alimentar a la familia, etc. En estos y otros casos semejantes, la fidelidad no sería virtud y, consiguientemente, no sería un bien. La obligación moral en estos casos estaría en romper esa fidelidad.

La fidelidad auténtica, aquella de que nos da ejemplo S. José, es la que está puesta al servicio del bien, la otra se reduce a una pura caricatura de fidelidad manchada por la mentira, el crimen o el robo, la avaricia o el placer.

La raíz profunda de la fidelidad está en el amor. La fidelidad solo puede romperse si falla el amor. Cuando uno ama a su esposa o a su esposo, le es fiel; cuando la amistad es profunda, entonces está cimentada en el amor al amigo, y, a quien se ama, no se le traiciona.

Quien ama de verdad a su familia, a sus amigos, a sus colegas o compañeros de trabajo, entonces les es fiel. A mayor amor, mayor fidelidad; cuando el amor se enfría, la fidelidad se debilita.

El amor es la raíz para ser fiel, pero también la fidelidad es camino para incrementar el amor. Cuando llega la prueba, es el amor el que nos ayuda a decir no a la deslealtad y sí a la fidelidad. Cuando se ama, la prueba sirve para acrisolar el amor. Una prueba la tenemos en los Apóstoles. Ellos amaban a Jesús y le seguían pero solo cuando llegó la prueba, su pasión y muerte, se purificó ese amor. Tan solo uno le traicionó, pero porque había dejado de amarle.

Hoy no está de moda la fidelidad. A diario nos bombardean los medios con ejemplos de infidelidad que nos muestran como ejemplos; infidelidades en el matrimonio, en los negocios, entre amigos, a la palabra dada. Hoy se antepone el placer al amor y donde no hay amor no hay felicidad porque no hay fidelidad.

La fidelidad no es atadura, es más bien liberación porque es fruto del amor, y el amor es liberador.

La fidelidad se cultiva y crece con el amor. El amor es detallista, busca la paz, la concordia, lima asperezas, sabe compartir, es enriquecedor.

Es preciso, por ello, luchar siempre, estrenar a diario el amor con espíritu alegre; luchar para vencer, pero sabiendo que también podemos ser vencidos, sin que ello sea obstáculo para volver a la lucha sabiendo que el final será victorioso.

Vivir la fidelidad se traduce en alegría, en mejora personal, en estabilidad y confianza, en alegría de vivir.

Una consecuencia de la fidelidad es la lealtad. La lealtad indica una cualidad interior de rectitud y franqueza, de fidelidad a la palabra dada, a las personas o instituciones, al propio honor.