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San Josemaría
Caridad
Es Cristo que pasa, 24.- El amor puro y limpio de los esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos manos. La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de Jesucristo en las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del matrimonio: fue nuestro Salvador a las bodas —escribe San Cirilo de Alejandría— para santificar el principio de la generación humana.
El matrimonio es un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los contrayentes su materia. El Señor santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido: ha dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos. Ningún cristiano, esté o no llamado a la vida matrimonial, puede desestimarla.
Nos ha dado el Creador la inteligencia, que es como un chispazo del entendimiento divino, que nos permite —con la libre voluntad, otro don de Dios— conocer y amar; y ha puesto en nuestro cuerpo la posibilidad de engendrar, que es como una participación de su poder creador. Dios ha querido servirse del amor conyugal, para traer nuevas criaturas al mundo y aumentar el cuerpo de su Iglesia. El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad.
Ese es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la sexualidad. Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo. Nos enseña que la regla de nuestro vivir no debe ser la búsqueda egoísta del placer, porque sólo la renuncia y el sacrificio llevan al verdadero amor: Dios nos ha amado y nos invita a amarle y a amar a los demás con la verdad y con la autenticidad con que Él nos ama. Quien conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar, ha escrito San Mateo en su Evangelio, con frase que parece paradójica.
Las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción, ponen en juego su salvación eterna, y ya ahora son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás —también en el matrimonio—, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo.
Durante nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del amor. En el estado matrimonial, considerando las cosas de una manera descriptiva, podríamos afirmar que hay anverso y reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la ilusión por edificar y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver crecer a los hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía de los días aparentemente siempre iguales.
Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte.
El tiempo oportuno
Es Cristo que pasa, 59.- Exhortamur ne in vacuum gratiam Dei recipiatis, os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Porque la gracia divina podrá llenar nuestras almas en esta Cuaresma, siempre que no cerremos las puertas del corazón. Hemos de tener estas buenas disposiciones, el deseo de transformarnos de verdad, de no jugar con la gracia del Señor.
No me gusta hablar de temor, porque lo que mueve al cristiano es la Caridad de Dios, que se nos ha manifestado en Cristo y que nos enseña a amar a todos los hombres y a la creación entera; pero sí debemos hablar de responsabilidad, de seriedad. No queráis engañaros a vosotros mismos: de Dios nadie se burla nos advierte el mismo Apóstol.
Hay que decidirse. No es lícito vivir manteniendo encendidas esas dos velas que, según el dicho popular, todo hombre se procura: una a San Miguel y otra al diablo. Hay que apagar la vela del diablo. Hemos de consumir nuestra vida haciendo que arda toda entera al servicio del Señor. Si nuestro afán de santidad es sincero, si tenemos la docilidad de ponernos en las manos de Dios, todo irá bien. Porque Él está siempre dispuesto a darnos su gracia, y, especialmente en este tiempo, la gracia para una nueva conversión, para una mejora de nuestra vida de cristianos.
No podemos considerar esta Cuaresma como una época más, repetición cíclica del tiempo litúrgico. Este momento es único; es una ayuda divina que hay que acoger. Jesús pasa a nuestro lado y espera de nosotros —hoy, ahora— una gran mudanza.
Ecce nunc tempus acceptabile, ecce nunc dies salutis: éste es el tiempo oportuno, que puede ser el día de la salvación. Otra vez se oyen los silbidos del buen Pastor, con esa llamada cariñosa: ego vocavi te nomine tuo. Nos llama a cada uno por nuestro nombre, con el apelativo familiar con el que nos llaman las personas que nos quieren. La ternura de Jesús, por nosotros, no cabe en palabras.
Considerad conmigo esta maravilla del amor de Dios: el Señor que sale al encuentro, que espera, que se coloca a la vera del camino, para que no tengamos más remedio que verle. Y nos llama personalmente, hablándonos de nuestras cosas, que son también las suyas, moviendo nuestra conciencia a la compunción, abriéndola a la generosidad, imprimiendo en nuestras almas la ilusión de ser fieles, de podernos llamar su discípulos. Basta percibir esas íntimas palabras de la gracia, que son como un reproche tantas veces afectuoso, para que nos demos cuenta de que no nos ha olvidado en todo el tiempo en el que, por nuestra culpa, no lo hemos visto. Cristo nos quiere con el cariño inagotable que cabe en su Corazón de Dios.
Mirad cómo insiste: te oí en el tiempo oportuno, te ayudé en el día de la salvación. Puesto que Él te promete la gloria, el amor suyo, y te la da oportunamente, y te llama, tú, ¿qué le vas a dar al Señor?, ¿cómo responderás, cómo responderé también yo, a ese amor de Jesús que pasa?
Ecce nunc dies salutis, aquí está frente a nosotros, este día de salvación. La llamada del buen Pastor llega hasta nosotros: ego vocavi te nomine tuo, te he llamado a ti, por tu nombre. Hay que contestar —amor con amor se paga— diciendo: ecce ego quia vocasti me, me has llamado y aquí estoy. Estoy decidido a que no pase este tiempo de Cuaresma como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro. Me dejaré empapar, transformar; me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como El desea ser querido.
Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. ¿Qué queda de tu corazón, comenta San Agustín, para que puedas amarte a ti mismo?, ¿qué queda de tu alma, qué de tu mente? "Ex toto", dice. "Totum exigit te, qui fecit te"; quien te hizo exige todo de ti.