-
Cuando esto hicieron, el sepulcro estaba ya solitario, aunque de las mujeres que habían visto cómo lo enterraban algunas se habían quedado algún tiempo velando el cuerpo de Jesús desde fuera, «sentadas frente a la tumba» (Mt 27, 61). Tampoco José de Arimatea y Nicodemo habían tenido demasiados testigos cuando descendieron de la cruz al Señor y lo dispusieron para la sepultura. San Lucas, apenas acaba de mencionar la confesión del centurión sobre Jesús, continúa el párrafo tan expresivo ya mencionado antes: «Y toda la multitud que se había reunido ante este espectáculo, al contemplar lo ocurrido, regresaba golpeándose el pecho». Antes, pues, de que remataran los soldados a los ladrones crucificados junto a Jesús y que le habían sobrevivido, la multitud se había dispersado regresando a Jerusalem. Pero lo hicieron de modo muy distinto a como habían ido antes siguiendo a los reos camino del Calvario vociferando con el ánimo exaltado. No volvían victoriosos, ni era ya una multitud. Una vez los príncipes de los sacerdotes y los ancianos, que habían constituido el nexo entre ellos contra Jesús, se marcharon, aquella multitud que, inducida por sus jefes, había gritado repetidamente con saña: «¡crucifícale!», había perdido la unidad. Ya no era una multitud sino hombres que volvían golpeándose el pecho. Mientras formaban parte de una masa ni pensaban ni eran capaces de razonar; eran como un rebaño que gritaba o se movía según se le mandaba. Pero cuando dejaron de ser unas partículas sin personalidad para recuperar su condición individual de personas, con entendimiento capaz de conocer y una voluntad libre capaz de decidir y asumir la responsabilidad de sus actos, las cosas fueron muy distintas.
Aquellos hombres que horas antes habían pedido la libertad de Barrabás y la crucifixión de Jesús, que habían oído los desafíos de los jefes religiosos del pueblo conminando a Jesús a que bajara de la cruz, o lo liberase su Padre, ahora se alejaban del Calvario golpeándose el pecho, conscientes de haber contribuido a la mayor de las injusticias, de haber coadyuvado eficazmente a presionar a la autoridad para condenar a un inocente, de haber cooperado al mal con su concurso, su presencia y sus voces.
Pienso, Señor, que si Pilato hubiera llamado uno a uno a los hombres congregados en el pretorio, a los que habían gritado ¡crucifícale!, y les hubiera preguntado si te preferían a ti o a Barrabás, y si verdaderamente querían que tú fueses crucificado, muy pocos se hubieran decantado por la libertad de Barrabás y tu crucifixión. Todos ellos, en cambio, se dejaron manipular por algunos cabecillas que sí sabían lo que querían y el modo de conseguirlo utilizando la falta de personalidad, la buena fe o la ignorancia de muchos.
Pero yo, Señor, no puedo alegar ignorancia: desde niño he sido instruido en la fe católica y, por tanto, sé que hay acciones que son malas. No puedo disculparme de contribuir al mal cuando ayudo con dinero (aun cuando sea de forma tan modesta como la suscripción a un periódico o revista —o su compra—) a que se propaguen doctrinas contrarias a tus enseñanzas, doctrinas que, como el divorcio, el aborto, los anticonceptivos o las relaciones prematrimoniales apartan a los fíeles de los sacramentos y les inducen al mal, al paso que dejo morir publicaciones de orientación cristiana con pretextos tan fútiles como inconsistentes, contribuyendo a acabar con medios de comunicación que por su orientación doctrinal podían hacer el bien. Lo que sí puedo alegar, y me debo avergonzar de ello si soy lo suficientemente hombre para reconocerlo, es falta de personalidad: respetos humanos que me hacen sonreír estúpidamente ante una inconveniencia por miedo a desentonar o por complacer a quien la dice; que me hacen callar por pura cobardía ante el ataque más o menos abierto a la Iglesia o al Papa; que me hacen faltar a esa sobriedad que se puede —y se debe— exigir a quien se profesa cristiano; que me hacen omitir lo que debía hacer por miedo al comentario irónico o a chocar con el ambiente.
Perdóname, Señor, por cuantas veces he contribuido al mal por acción y por omisión, que han sido muchas; por mi falta de hombría para confesarte delante de los hombres, como hizo hasta aquel centurión que, siendo pagano y rodeado de fanáticos, tuvo la valentía de confesar públicamente que eras un hombre justo —más aún, que eras verdaderamente el Hijo de Dios—, y una maldad lo que se hizo contigo. Perdón también por mi contribución al clamor general cuando, como arrastrado por la masa, he podido confundir a otros haciendo eco a personajes que atacaban a la Iglesia y silenciando, por temor a que puedan pensar que soy anticuado, a católicos, más valiosos no pocas veces que los otros, pero que se esforzaron, a pesar de sus miserias personales, por ser consecuentes con su fe y por tanto, poco gratos a los grupos dominantes. O bien ponderar, comprar o leer libros simplemente porque los editores los han puesto de moda, aunque su valor sea mínimo o su contenido nocivo, esa clase de libros que, como los pañuelos de papel, son para usar y tirar (eso cuando resisten una primera lectura), y que en el mejor de los casos su compra puede ser —o quizá es— una falta de pobreza por su inutilidad y, a veces, una cooperación a la difusión del mal.
Aquellos hombres que debían haber contemplado el espectáculo de tu crucifixión reconocieron su error y su estupidez al dejarse manejar, pero me temo, Jesús, que hoy muchos de los católicos te traicionamos con frecuencia, unas veces como los de la multitud vociferante del pretorio, otras veces como Pedro, y alguna como Judas, comido por la codicia y el orgullo.
Haz, Señor, tú que lo puedes todo, que los que nos confesamos cristianos —es decir, discípulos tuyos—, tengamos el valor de no avergonzarnos de creer en tu palabra, de no ir detrás del becerro de oro como si acumular dinero, ser poderoso, y no respetar un compromiso a causa de la lujuria, de la comodidad, del egoísmo o del orgullo, por grave que sea y terribles sus consecuencias (y eso es lo que ocurre con el divorcio, que siempre lo pagan los hijos), fuesen objetivos por los que valiera la pena arriesgar la eternidad; haz Señor, que le podamos a ese ambiente que nos rodea y nos arrastra al mal, que le podamos como aquellos antecesores nuestros, los primeros cristianos, que fueron capaces de cambiar el ambiente (no sé si más corrompido que el que hoy nos rodea, pero contando ellos con menos medios) por su firme creencia en la Resurrección y en el premio que les esperaba y que tú habías prometido a los que te fueran fieles.