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San Josemaría
Misericordia
Amigos de Dios, 20.- Procuremos fomentar en el fondo del corazón un deseo ardiente, un afán grande de alcanzar la santidad, aunque nos contemplemos llenos de miserias. No os asustéis; a medida que se avanza en la vida interior, se perciben con más claridad los defectos personales. Sucede que la ayuda de la gracia se transforma como en unos cristales de aumento, y aparecen con dimensiones gigantescas hasta la mota de polvo más minúscula, el granito de arena casi imperceptible, porque el alma adquiere la finura divina, e incluso la sombra más pequeña molesta a la conciencia, que sólo gusta de la limpieza de Dios. Díselo ahora, desde el fondo de tu corazón: Señor, de verdad quiero ser santo, de verdad quiero ser un digno discípulo tuyo y seguirte sin condiciones. Y enseguida has de proponerte la intención de renovar a diario los grandes ideales que te animan en estos momentos.
¡Jesús, si los que nos reunimos en tu Amor fuéramos perseverantes! ¡ Si lográsemos traducir en obras esos anhelos que Tú mismo despiertas en nuestras almas! Preguntaos con mucha frecuencia: yo, ¿para qué estoy en la tierra? Y así procuraréis el perfecto acabamiento -lleno de caridad- de las tareas que emprendáis cada jornada y el cuidado de las cosas pequeñas. Nos fijaremos en el ejemplo de los santos: personas como nosotros, de carne y hueso, con flaquezas y debilidades, que supieron vencer y vencerse por amor de Dios; consideraremos su conducta y -como las abejas, que destilan de cada flor el néctar más precioso- aprovecharemos de sus luchas. Vosotros y yo aprenderemos también a descubrir tantas virtudes en los que nos rodean -nos dan lecciones de trabajo, de abnegación, de alegría...-, y no nos detendremos demasiado en sus defectos; sólo cuando resulte imprescindible, para ayudarles con la corrección fraterna.
Humildad
Amigos de Dios, 100.- Cuando el orgullo se adueña del alma, no es extraño que detrás, como en una reata, vengan todos los vicios: la avaricia, las intemperancias, la envidia, la injusticia. El soberbio intenta inútilmente quitar de su solio a Dios, que es misericordioso con todas las criaturas, para acomodarse él, que actúa con entrañas de crueldad.
Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo. Si logra atenazar con sus múltiples alucinaciones, la persona atacada se viste de apariencia, se llena de vacío, se engríe como el sapo de la fábula, que hinchaba el buche, presumiendo, hasta que estalló. La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad.
Corrección fraterna
Amigos de Dios, 157.- ¿Os acordáis de la parábola del buen samaritano? Ha quedado aquel hombre tumbado en el camino, malherido por los ladrones que le han robado hasta el último céntimo. Cruzan por ese lugar un sacerdote de la Antigua Ley y, poco después, un levita; los dos siguen su marcha sin preocuparse. Pasó a continuación un viajero, de nación samaritana, se acercó y, viendo lo que sucedía, se movió a compasión. Arrimándose, vendó las heridas después de haberlas limpiado con aceite y vino, puso al enfermo sobre su cabalgadura, le condujo al mesón y cuidó de él en todos (Lc X. 33-34). Fijaos en que no es éste un ejemplo que el Señor expone sólo para pocas almas selectas, porque enseguida añadió, contestando al que le había preguntado -a cada uno de nosotros-: anda, y haz tú lo mismo (Lc X, 37).
Por lo tanto, cuando en nuestra vida personal o en la de los otros advirtamos algo que no va, algo que necesita del auxilio espiritual y humano que podemos y debemos prestar los hijos de Dios, una manifestación clara de prudencia consistirá en poner el remedio oportuno, a fondo, con caridad y con fortaleza, con sinceridad. No caben las inhibiciones. Es equivocado pensar que con omisiones o con retrasos se resuelven los problemas.
La prudencia exige que, siempre que la situación lo requiera, se emplee la medicina, totalmente y sin paliativos, después de dejar al descubierto la llaga. Al notar los menores síntomas del mal, sed sencillos, veraces, tanto si habéis de curar como si habéis de recibir esa asistencia. En esos casos se ha de permitir, al que se encuentra en condiciones de sanar en nombre de Dios, que apriete desde lejos, y a continuación más cerca, y más cerca, hasta que salga todo el pus, de modo que el foco de infección acabe bien limpio. En primer lugar hemos de proceder así con nosotros mismos, y con quienes, por motivos de justicia o de caridad, tenemos obligación de ayudar: encomiendo especialmente a los padres, y a los que se dedican a tareas de formación y de enseñanza.