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14 agosto 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

MODELO DE DISCRECIÓN (2 de 2)

Otro tanto podemos decir de la pérdida del Niño Jesús y su encuentro en el Templo de Jerusalén. Es fácil adivinar el disgusto, la angustia, el temor que embargaría tanto a la Virgen como a san José, pero no da el Evangelio la sensación de que echasen un bando, de que pregonasen a los cuatro vientos su desgracia; lo buscan donde consideran que podría estar y, cuando lo encuentran en Jerusalén, no sale de la boca de san José un solo reproche, como antes tampoco había salido una queja. Adivina el sentido profundo de su respuesta ante la pregunta de su Madre, que no llega a comprender en plenitud, pero la acepta con naturalidad.

Sobrellevar las cargas sin quejarse y sin hacer de ello partícipe al mundo entero, afrontar los problemas personales sin arrojarlos en hombros ajenos, responder de los propios actos y decisiones sin escabullirse con disculpas, excusas y justificaciones que, si algo demuestran, es tan solo una escasa calidad personal, eso es lo que revela que un hombre ha llegado realmente a serlo. Y hay una gran fuerza en saber callar, en el que aplica su energía y atención al cometido que lleva entre manos, a «lo único necesario», en lugar de desparramarse en mil asuntos que no le competen, en ocupaciones estériles.

Al contemplar el silencio elocuente de san José parece como si nada interesante hubiese hecho, estando como estuvo en el centro del misterio.

Tal vez, este silencio haya originado que nunca haya sido un santo de relumbrón, un santo de moda. Tardó muchos años, siglos, en introducirse en el calendario litúrgico. Hasta el siglo xv, con Sixto IV, no apareció su fiesta en el Breviario Romano, y hubo de esperar a finales del siglo xix para que el Papa Pío IX lo declarase patrono de la Iglesia y, solo en los años sesenta del siglo xx, el beato Juan XXIII introdujo su nombre en la plegaria eucarística

Hasta el siglo xv fue muy poco popular su devoción. Entonces, y gracias a los esfuerzos de Juan Gerson, gran canciller de la universidad de París, enamorado de su figura y santidad, y de predicadores como el español Bernardino de Laredo, se hizo popular su figura, a lo que contribuyó en no pequeña medida santa Teresa de Jesús.

Este silencio y esta aparente oscuridad nos señalan otra gran lección de san José, al que bien se puede considerar como el santo de la discreción, del segundo plano. Pasa por el Evangelio sin que se le oiga pronunciar una sola palabra, como venimos señalando; no sabemos que escribiese ni una sola línea; sus acciones, sus trabajos, no superaron nunca los límites de lo ordinario, de las acciones corrientes a cualquier trabajador de su oficio; no sabemos que hiciese nada fuera de lo normal en cualquier padre de familia preocupado por el bien de los suyos a los que siempre coloca en primer plano, pasando él a funcionar en la sombra. No aparece como un hombre brillante, hacedor de obras extraordinarias capaces de brillar con luz propia en la posteridad. Tampoco, parece, mostró interés alguno en ello.

Hoy, acostumbrados al ruido, a la brillantez del momento, al fulgor de la noticia que aparece y desaparece con la misma rapidez, al oropel de las formas efímeras, no hubiese sido san José interesante para los forjadores de opinión, objeto de encuestadores y tertulianos de ocasión.

San José se sabe al frente de una familia que le supera en todos los órdenes, a la que tiene que mandar sabiéndose inferior, de la que se tiene que preocupar. Y él actúa con total naturalidad, sin complejo alguno, sin intentar disfrazar su personalidad modesta, sin poses o modos que le hagan algo, que le hagan más a los ojos de los demás.

Hoy que tanto se lleva el aparecer, el cuidado de la imagen, el apreciar más el tener que el ser, encontramos en san José un extraordinario modelo de naturalidad. No existe en él el menor atisbo de artificio, de afectación, de querer aparentar lo que no es, de ansiedad por lo que puedan pensar de él los demás, sean pastores o Magos, sea Simeón, la profetisa Ana o los compatriotas con los que se juntaría durante su estancia en Egipto como emigrante o exiliado.

La discreción no es misterio ni secreteo. Es, sencillamente, naturalidad. Es prudencia, reserva, circunspección, sensatez, decían los clásicos, para formar juicio, y tacto para hablar u obrar.

Es parte de la virtud cardinal de la prudencia, con la que la confunden no pocos, y nos lleva a saber callar, a no molestar a los demás, a saber desaparecer cuando nuestra presencia puede molestar, a saber si uno ayuda o molesta, a ser moderado, a tener tacto tanto en las conversaciones como en las obras, facilitando, dice santo Tomás, las relaciones del hombre con sus semejantes.

El hombre discreto sabe cuándo debe hablar y cuándo debe callar, cuándo debe estar presente y cuándo se debe ausentar. Hace suya la afirmación bíblica: Todo tiene su tiempo y su momento cada cosa bajo el cielo;... su hora de callar y su hora de hablar, y recuerda la advertencia evangélica: de toda palabra ociosa que hablaren los hombres habrán de dar cuenta el día del juicio. Pues por tus palabras serás condenado.

La discreción hunde sus raíces en la humildad y en la sencillez. Un hombre que nada en la vanagloria, en la vanidad, a la hora de hablar u obrar difícilmente será un hombre discreto. Una persona casquivana carece de la profundidad necesaria para medir el valor de sus obras o de sus palabras y tiene que lamentarse, como dice san Josemaría Escrivá, interiormente del mal sabor de boca que te hace sufrir después de muchas de tus conversaciones.

Otra faceta de la virtud de la discreción, de la que san José es buen modelo, es el saber guardar la intimidad ante la curiosidad, a veces morbosa, de extraños y fisgones.

Hay aspectos de la vida del hombre que, por su misma naturaleza, pertenecen a la esfera de la propia conciencia, de la intimidad personal o familiar y que solo tienen sentido en un muy concreto círculo alrededor de la persona o la familia más íntima, careciendo de lógica su difusión fuera del ámbito al que pertenecen.

Hay personas a las que se les va toda la fuerza por la boca, según el dicho popular, hablando sin ton ni son de todo lo divino y lo humano. En san José encontramos un contramodelo de esta manera de actuar. Él podía habernos contado muchas cosas altamente interesantes sobre la vida de Jesús y de María -no olvidemos que durante muchos años estuvo en el centro del misterio- y, sin embargo, nada nos dijo, protegiendo con su silencio la intimidad de cuanto debía permanecer oculto, velado a la curiosidad indiscreta de las gentes.

Esto nos lleva a otra consideración: ser cuidadosos con lo que decimos. No pocas veces, de forma más o menos consciente, lanzamos al aire frases o pensamientos cuyo alcance somos incapaces de adivinar. No pocas veces, esas palabras, pronunciadas descuidadamente, pasan con el tiempo a formar parte del pensamiento de otros, influyendo, para bien o para mal, en la conducta, en la vida de esas personas.

De esta virtud dice el libro de los Proverbios: La discreción te guardará y te preservará la inteligencia.