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11 agosto 2024

Bernadot. De la Eucaristía a la Trinidad.

LA GLORIA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

El fin supremo de la creación
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Podemos ir más lejos en el conocimiento de nuestra vocación sobrenatural y preguntar por qué ha querido Dios que llegáramos a ser sus hijos adoptivos por Cristo Jesús.

Ciertamente esto ha sido por nuestra felicidad: su amor tan inmenso como gratuito no ha podido contentarse con sacarnos de la nada; ha querido hacernos dichosos y hasta llevarnos al colmo de la felicidad, llamándonos, por un don inaudito, a participar de su naturaleza y a comunicar de su vida.

Sin embargo, la felicidad de la criatura no puede ser el fin último de las operaciones divinas. Este fin es la manifestación espléndida de los atributos divinos, en particular de la bondad, y la glorificación perfecta de la Santísima Trinidad.

Al beatificarme ha querido Dios glorificarse: quiere glorificarse en mi felicidad.

En definitiva, Dios nos ha hecho hijos su­ yos adoptivos por Sí mismo, por su gloria. Nuestra filiación divina debe terminarse en el amor y en la alabanza del Señor: Por un decreto de Aquel que ha hecho todas las cosas conforme al designio de su voluntad, hemos sido predestinados para servir a la alabanza de su gloria. Pues Dios, porque es Dios, hace todas las cosas para gloria de Sí mismo. El orden indispensable reclama que todos los seres, y hasta nuestra misma felicidad, se ordenen al Señor y le rindan homenaje. Glorificar al Señor es la obra esencial y primordial de la criatura desde que existe. Esto domina todo. Es la justicia necesaria y urgente de la cual quiere Jesús que tengamos hambre y sed.

También es ésta la primera obra que El ha venido a cumplir a la tierra y la ocupación principal de su santa Humanidad durante su vida mortal y en la Eucaristía. Cristo ha venido para salvarnos, pero más aún para adorar y alabar a su Padre; para hacer­ nos felices, pero sobre todo para pagar los deberes de religión que Dios esperaba desde la creación del mundo. Su vida interior ha sido una adoración incesante. Si ha trabajado, si ha predicado, si ha multiplicado los milagros, si ha sufrido y si ha muerto, todo era para glorificar a su Padre. El deseo de darle gloria le abrasaba como un fuego interior que le devoraba y no dejaba ningún descanso a su alma sedienta de justicia y de amor.

¡Tengo que ser bautizado con un bautismo, y cuán grande es mi angustia mientras que no lo veo cumplido! Este bautismo era la efusión de sangre que debía restituir a Dios la gloria de la creación.

Ardientemente he deseado comer esta Pascua; esta Pascua era la ofrenda de la Hostia, de Sí mismo en holocausto de gloria.

Tengo sed, decía todavía en el momento de expirar. Esta sed era la indecible necesidad de su Corazón de dar amor a su Padre. Sed que el sacrificio mismo del Calvario no pudo apagar, puesto que instituyó la Eucaristía para renovar la efusión de su sangre, universalizarla y prolongarla en todos los siglos.

Su vida y su muerte tienen un fin que domina a todos los demás: primeramente dar a Dios el homenaje más completo que pueda recibir, y después suscitar en el mundo almas que, uniéndose a su pensamiento, a su amor y a su sacrificio, den gloria con El y sean los verdaderos adoradores en espíritu y en verdad que busca el Padre celestial. Adorar y formar adoradores.


¡Bendito sea el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha colmado en Cristo de toda suerte de bendiciones espirituales del cielo! Así como por El mismo nos escogió antes de la creación del mundo para ser santos y sin mácula en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado al ser de hijos suyos adoptivos por Jesucristo, por un puro efecto de su voluntad, a fin de que se celebre la gloria de su gracia...

Por El fuimos también nosotros elegidos, habiendo sido predestinados según el decreto de Aquel que hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad, para que sirvamos a la alabanza de su gloria...

Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre, para que, según las riquezas de su gloria, os conceda, por medio de su Espíritu, el ser fortalecidos en virtud en el hombre interior, y el que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, estando arraigados y zanjados en caridad, a fin de que podáis comprender con todos los santos cuál sea la anchura y longitud, y la altura y profundidad de este misterio, y conocer también aquel amor de Cristo que sobrepuja todo conoci­ miento, para que seáis colmados de toda la plenitud de Dios.

A Aquel que es poderoso para hacer infinitamente más que todo lo que nosotros pedimos y pensamos, a El sea la gloria en la Iglesia y en Jesucristo, por todas las generaciones de todos los siglos. Amén.

San Pablo, Efes., I, 3-6, 11 y 12; III, 14-21