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4. Los últimos momentos
Sólo dos evangelistas, Mateo y Marcos, mencionan casi con las mismas palabras el desgarrador grito de Jesús a su Padre:
Hacia la hora nona exclamó con fuerte voz: «Eloi, Eloi ¿lamma sabacthani?», que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Y algunos de los que estaban cerca, al oírlo, decían: «Mirad, llama a Elias». Uno corrió a empapar una esponja con vinagre, y sujetándola a una caña, le daba de beber, mientras decía: «Dejad, veamos si viene Elias a bajarlo» (Me 15, 34-35; véase también Mt 27,46-49).
En una primera impresión parece como si la divinidad de Jesús se hubiera encogido tanto que hubiera dejado sola a la pura humanidad frente a los pontífices y al populacho que le desafiaban a que bajara de la cruz, algo así como si Dios se hubiera desentendido de él abandonándole en los momentos más duros. Cualquiera que pasara por el Calvario y hubiera oído a los pontífices desafiar a Jesús («baja de la cruz y creeremos»), viendo a la vez que Jesús continuaba crucificado, como si fuera incapaz —¡Él que había hecho tantos milagros!— de responder con obras de modo adecuado al reto que se le hacía, quizá hubiera podido pensar que su extraordinaria energía espiritual le había sido arrebatada o la había perdido. Acaso sucedió así con algunos que habían comenzado a creer y confiar en Él, y se sintieron defraudados al ver cómo no respondía con sus poderes, como otras veces: como si se hubieran desvanecido tan pronto los pontífices y los fariseos hubieran impedido que los ejerciera, como si sólo se hubiera tratado de magia.
Pero sería una impresión falsa por completo. Observó Ronald A. Knox en uno de sus libros que Jesús actuó siempre con la clara conciencia de que era el Mesías, aplicándose en todo momento las profecías mesiánicas. Y esto es exactamente lo que dio a entender con claridad a los judíos, sobre todo a los ancianos, escribas y sacerdotes, buenos conocedores de las Escrituras, con esas palabras con que precisamente comenzaba un salmo que describía lo que en el Gólgota había de ocurrir, y entonces estaba ocurriendo. Se trataba del salmo 22, cuyo texto se refería al Mesías prometido que había de venir:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
Lejos de mi salvación están los acentos de mi lamento.
¡Dios mío! Grito de día y no me respondes; también de noche, y no hay reposo para mí.
(...) Gusano soy, y no hombre; oprobio de la gente y abyección de la plebe. Todos aquellos que me ven hacen mofa de mí, abren la boca, sacuden la cabeza y exclaman:
«Diríjase a Yavé; que Él lo libre, y lo salve, puesto que se complace en él.
(...) Sí, me han circundado perros, me han rodeado un grupo de malvados;
Horadaron mis manos y mis pies y se pueden contar todos mis huesos.
Ellos me miran, me contemplan.
Se reparten mis vestidos entre sí y sobre mi vestidura echaron suertes.
Era, pues, una nueva afirmación de su mesianismo: todo cuanto se había dicho del Mesías siglos antes se estaba cumpliendo en Él a la letra, y lo que es más, toda aquella gente que desde la explanada del pretorio hasta el Calvario le había seguido para ver su crucifixión, estaba viendo con sus ojos la realización de los pormenores que figuran en el salmo. Ninguno de los soldados que lo crucificaron conocía las Escrituras, pero cumplieron a la letra la profecía hasta el detalle de sortear la túnica inconsútil.
Por el contrario, los príncipes de los sacerdotes, los ancianos, los escribas y fariseos, hombres cultos en el conocimiento de las Escrituras, entendieron seguramente en las palabras de Jesús la referencia al salmo. No así el vulgo, la mayor parte de los que contemplaban la crucifixión alrededor del Calvario, ese vulgo de quien decían los fariseos: «esa gente desconoce la ley, son unos malditos» (Jn 7, 49), pues al oír en medio del ruido de las conversaciones la exclamación de Jesús «Eloi, Eloi...» entendieron mal y creyeron que llamaba a Elias: «Algunos de los presentes, al oírlo, decían: Éste llama a Elias» (Mt 27, 47).
El pormenor referente al vinagre que dieron a beber a Jesús está relatado de modo diferente por los sinópticos —que coinciden exactamente— y San Juan. Ya antes se vio cómo Mateo y Marcos lo dicen. San Lucas introduce una especificación que concreta el modo más general con que los anteriores evangelistas lo narran. Ya se vio que los soldados no dejaban acercarse a nadie a ofrecer socorro a los crucificados. Y es San Lucas el que precisa que los soldados «se burlaban también de Él; se acercaban y ofreciéndole vinagre decían: Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (Jn 23, 16). Quizá —como apunta Ricciotti—, al creer que invocaba a Elias, los soldados le ofrecieron la bebida para prolongar un tanto su vida y comprobar si venía realmente Elias a salvarle. Al menos, San Mateo dice que «inmediatamente uno de ellos corrió, y tomando una esponja, la empapó en vinagre, la puso en una caña y se la dio a beber. Los demás decían: ¡Déjalo! Veamos si viene Elias a salvarle» (Mt 27, 48-49).
Pero fue otra la razón. Es cierto que la pérdida de sangre, la fiebre y el agotamiento de tantas horas provocaba una intensa sensación —y hasta necesidad— de beber líquidos. San Juan, que estaba allí, es quien nos ilustra sobre el modo como sucedió. Después de relatar la entrega de su Madre a Juan, añade:
Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura dijo: «Tengo sed». Había allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús, cuando probó el vinagre, dijo: «Todo está consumado». E inclinando la cabeza entregó el espíritu (Jn 19, 28-30).
Así pues, como lo consigna San Juan, y aunque los otros evangelistas relatan el hecho con independencia de su relación con la profecía, fue de nuevo Jesús quien, con clara conciencia, y recordando las Escrituras dijo: «Tengo sed», «a fin de que se cumplieran las Escrituras» (Jn 19, 28), en las que, en efecto, estaba escrito en el salmo 69, v. 22, que «en mi sed me hicieron beber vinagre».
Apenas hubo probado el vinagre que un soldado, en una esponja empapada puesta en lo alto de una caña, puso en sus labios, Jesús dijo: «Todo está cumplido». Cuantas profecías se habían hecho a lo largo de los siglos, preparando al pueblo elegido para que reconociese al Mesías en el momento que se hiciera presente para consumar la Redención y salvar al pueblo del pecado y de la muerte con que estaba aprisionado desde el pecado original, se habían cumplido. Había, pues, Jesús, acabado su misión hasta la última profecía, por incidental o insignificante que pareciese. No tenía ya sentido alguno permanecer en la tierra sin otro quehacer. De modo que «inclinando la cabeza entregó su espíritu», escribió San Juan; pero no tan escuetamente los otros evangelistas, pues San Mateo dice que «dando de nuevo una fuerte voz, entregó su espíritu» (Mt 27, 50), y de modo parecido, San Marcos: «Jesús, dando una gran voz, expiró» (Me 15, 37). Pero San Lucas añade algo más; dice: «Y Jesús, clamando con una gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y diciendo esto, expiró» (Lc 23, 46).