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5. La sepultura
A veces, la agonía de un crucificado podría prolongarse durante muchas horas, e incluso hasta dos o tres días. Iba a comenzar el descanso sabático, y como era la Parasceve, para que no quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, pues aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los quitasen. Vinieron los soldados y quebraron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua (Jn 19, 31-34).
San Juan anotó cómo aún después de muerto se siguieron cumpliendo las profecías: «Esto ocurrió —prosigue diciendo en su Evangelio— para que se cumpliera la Escritura: No le quebrantarán ni un hueso. Y también otro pasaje de la Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.» (Jn 19, 16 y 17).
Contra la costumbre de dejar en la cruz, a veces durante días, los cuerpos muertos de los ajusticiados, en aquella ocasión los hicieron desaparecer con sospechosa prontitud... gracias a los judíos. Pensaron —comenta Papini— «que se les echaría a perder la Pascua si no se llevaban de allí los cadáveres ensangrentados», de modo que pidieron a Pilato que los remataran cuanto antes quebrándoles las piernas para que de una vez acabara todo, no les fuera a sorprender el descanso sabático y no pudieran retirar los cuerpos.
A todo esto, y mientras ocurría lo que narran los Evangelios desde que los soldados le clavaron en la cruz hasta la muerte, se producían algunos fenómenos de los que también dan cuenta los evangelistas. Por de pronto, desde la hora de sexta hasta la de nona (es decir, de las doce a las tres de la tarde), la tierra se oscureció: «al llegar a la hora de sexta, toda la tierra se oscureció hasta la hora de nona» (Mt 27, 45, y Me 15, 33), a lo que añade San Lucas: «Se oscureció el sol» (Le 23, 45). En el interior del Templo pendían dos grandes cortinas recamadas: una más exterior que separaba el vestíbulo del santo, y otra más interior que separaba el santo del santo de los santos. Era el lugar más sagrado del Templo, donde sólo una vez al año tenía acceso el Sumo Sacerdote para purificar al pueblo en el gran día de la expiación. Allí es donde había estado el Arca de la Alianza, en cuyo interior se habían custodiado las Tablas de la Ley. Pues bien, coincidió a la hora de nona, cuando el sol se había oscurecido y todo quedó sumido en tinieblas y Jesús, recogiendo todas sus fuerzas y dando un gran grito, expiró entregando su alma al Padre, con algunos sucesos extraordinarios: se rasgó de arriba abajo el velo del Templo (según la opinión más generalizada, el más importante, el que velaba el sancta sanctorum) significando el fin de la Antigua Alianza, y el comienzo de una nueva era en la que Dios se revelaba definitivamente como Padre que siente ternura por sus hijos; al mismo tiempo, «la tierra tembló y las piedras se partieron; se abrieron los sepulcros y muchos cuerpos de los santos, que habían muerto, resucitaron» (Mt 27, 51 y 52). Al ver semejantes prodigios, y sobre todo impresionado por la muerte de Jesús, tan distinta de lo que él estaba acostumbrado a ver en los crucificados, «el centurión, al ver lo que había sucedido, glorificó a Dios diciendo: verdaderamente éste era justo» (Le 23, 47). San Mateo y San Marcos van todavía un poco —o un mucho— más allá:
El centurión y los que estaban con él custodiando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de un gran temor y dijeron: «En verdad, éste era Hijo de Dios» (Mt 27, 54).
San Marcos añade que el centurión estaba frente a Jesús y vio cómo había expirado, diciendo lo mismo que indica San Mateo. Pero no fue sólo el centurión y sus soldados los que se fijaron en la muerte de Jesús: había también «muchas mujeres mirándole desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. Entre ellas estaba María Magdalena, María la madre de Santiago y José y la madre de los hijos del Zebedeo» (Mt 27, 55, 56).
Es otra vez San Lucas el que trae de nuevo un dato muy significativo. Dice: «y toda la multitud que se había reunido ante este espectáculo, al contemplar lo ocurrido, regresaba golpeándose el pecho. Pero todos los conocidos de Jesús y las mujeres que le habían seguido desde Galilea estaban contemplando de lejos estas cosas» (Le 23, 48 y 49). ¿Quiénes eran «los conocidos de Jesús», que con las mujeres que citan Mateo y Marcos, contemplaron de lejos los acontecimientos del Calvario? Fueran los que fuesen, es muy probable que Nicodemo y José de Arimatea estuvieran entre ellos, lo que explica que uno fuera tan pronto a reclamar a Pilato el cuerpo de Jesús y el otro se apresurara a comprar mirra y áloe para preparar el cuerpo del Señor antes de sepultarlo.
Ahora es San Marcos el que da alguna mayor extensión al siguiente paso:
Y llegada ya la tarde, puesto que era ya la Parasceve, que es el día anterior al sábado, vino José de Arimatea, miembro ilustre del Consejo, que también él esperaba el Reino de Dios, y con audacia llegó hasta Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se sorprendió de que ya hubiera muerto, y llamando al centurión le preguntó si efectivamente había muerto. Cerciorado por el centurión entregó el cuerpo a José. Entonces éste, habiendo comprado una sábana, lo bajó y lo envolvió en ella, lo depositó en un sepulcro que estaba excavado en una roca e hizo arrimar una piedra a la entrada del sepulcro. María Magdalena y María la de José observaban dónde le habían colocado (Me 15, 42-47).
San Lucas constata que en el sepulcro «nadie había sido colocado todavía»: era un «sepulcro suyo (de José de Arimatea), que era nuevo», dice San Mateo. Pero no fue José de Arimatea el que lo hizo todo: era imposible que un solo hombre bajara el cuerpo de Jesús desde la cruz. San Juan completa la narración mencionando a otro discípulo oculto de Jesús, Nicodemo, que «vino también trayendo una mezcla de mirra y áloe, como de cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos, con los aromas, como es costumbre dar sepultura por los judíos» (Jn 19, 39-40), ayudando, sin duda, las mujeres a preparar el cadáver. Da también la razón de que le sepultaron precisamente allí: «como era la Parasceve de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús», pues todo debía hacerse antes de la puesta del sol.
Pero no sólo fueron los «conocidos» de Jesús y las mujeres los que se preocuparon de Jesús, ni sólo José de Arimatea el que fue a ver a Pilato. También, una vez más y a pesar de que todo había terminado a medida de sus deseos, los príncipes de los sacerdotes y los fariseos no descuidaron ni siquiera la menor precaución, a pesar de los preparativos para la Pascua. Se presentaron ante Pilato con una petición que era por completo desusada, si no ya excepcional. San Mateo lo relata así: «Al día siguiente de la Parasceve se reunieron los príncipes de los sacerdotes y los fariseos ante Pilato y le dijeron: Señor, nos hemos acordado de que ese impostor dijo en vida: al tercer día resucitaré. Manda, pues, custodiar el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan al pueblo: ha resucitado de entre los muertos, y sea la última impostura peor que la primera. Pilato les respondió: Ahí tenéis la guardia, id y custodiad como sabéis. Ellos se fueron y aseguraron el sepulcro sellando la piedra y poniendo guardia» (Mt 27, 62-66).