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UN HOMBRE JUSTO. UN HOMBRE SANTO (2 de 2)
Cuenta el evangelista san Mateo que, en una ocasión, se presentó ante Jesús un fariseo, doctor de la ley, que le preguntó, con ánimo de tentarle, cuál era el primero y principal mandamiento de la ley, y Jesús le contestó: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende la ley y los profetas. Da la impresión de que el Señor quiere dejar muy claro que el amor a Dios supone el amor a los demás, pues todos somos hijos del mismo Padre y todos hemos sido redimidos por Cristo.
En esto consiste la santidad, la justicia que el evangelista atribuye a san José.
Ahora bien: para poder enamorarnos de alguien es preciso previamente querer hacerlo. Para amar a Dios, hay que querer amarlo.
Y es preciso pedir al Señor ese deseo. Pon en mi corazón el amor con el que quieres que te ame, era jaculatoria frecuente en san Josemaría Escrivá y el Papa Juan Pablo II popularizó por todo el mundo el lema de su pontificado: Totus tuus sum ego, et ego semper tecum -soy todo tuyo y quiero estar siempre contigo-.
Era corriente entre los judíos rezar en la sinagoga con frecuencia el salmo 41 y, sin duda, san José lo haría muchas veces: Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te desea mi alma, oh Dios... ¿Cuándo vendré y apareceré ante la cara de Dios?.
Todos los hombres santos, justos, que en el mundo han sido, han sentido esta sed de Dios, esta ansia de Dios, este deseo de saciarse de Dios, aun sabiéndose pecadores y llenos de imperfecciones.
A veces podemos pensar que la santidad es un ideal inasequible, reservado para unos cuantos privilegiados. No es así. Todos podemos hacerlo realidad auxiliados por la gracia divina, a poco que nos lo propongamos.
San Juan habla de una gran multitud que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus y lenguas que seguía al Cordero, y la Iglesia nos recuerda que ese es el deseo de Dios: El Divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador.
Cuando Jesús interpeló a sus discípulos a ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto, no se refería a un grupo de la multitud que le escuchaba, sino a todos ellos.
Ahora bien, el amor supone conocimiento y no un conocimiento exclusivamente intelectual, sino también afectivo, nacido del trato con la persona a la que queremos amar.
Nadie se enamora de una persona a la que no conoce, de una cosa de cuya existencia no tiene noticia, de una persona que, aun conociéndola, no trata. Y lo mismo pasa con Dios.
En esto como en todo, san José es el gran modelo. No solo conoció a Jesús y a María, sino que, como nadie, los trató. Era su esposo y el padre legal de Jesús.
Acabamos de decir que el conocimiento necesario para enamorarnos de Dios no se puede reducir a un conocimiento puramente intelectual capaz de formar teólogos pero no santos. Ello no significa que no se precise un conocimiento intelectual de Dios conforme a la capacidad y formación de cada uno.
Era idea repetida por san Josemaría Escrivá que el mayor enemigo de Dios es la ignorancia. ¡Cuántas dudas de fe se reducen a puro desconocimiento de la verdad dudada!
Una piedad basada en pura sensiblería podrá hacer santurrones, pero difícilmente engendrará santos. Juan Pablo II exhortaba así a los jóvenes en los primeros años de su largo pontificado: Tratad de conocer a Jesús de modo auténtico y global. Profundizad en su conocimiento para entrar en su amistad. Solo el conocimiento de Jesús os puede dar la verdadera alegría, no esa egoísta y superficial; el conocimiento de Jesús es el que rompe la soledad, supera las tristezas, las incertidumbres, da significado auténtico a la vida, frena las pasiones, sublima los ideales, expande las energías en la caridad, ilumina en las opciones decisivas...
Jesús es el amigo que no traiciona, que os ama y quiere vuestro amor. Sea vuestro firme propósito conocerlo cada vez mejor mediante la lectura del Evangelio y el estudio de obras apropiadas.
Dado por supuesto el conocimiento al menos elemental de Dios, fijémonos en el trato con él, en ese trato que en san José fue continuo, sin duda, aun antes de desposarse con María y cuidar de Jesús. Así debe ser nuestra vida cristiana.
Mira qué bellamente lo expresa san Josemaría Escrivá: Es necesario que nuestra fe sea viva, que nos lleve realmente a creer en Dios y a mantener un diálogo constante con Él. La vida cristiana debe ser vida de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El cristiano no es nunca un hombre solitario, puesto que vive en un trato continuo con Dios, que está junto a nosotros y en los cielos.
Nosotros también estamos cerca del Señor. Lo tenemos en su palabra y en sus obras conservadas en el Evangelio y lo tenemos sacramentado en la Sagrada Eucaristía. El Jesús de nuestros sagrarios no es distinto de aquel que, siendo niño, cuidó san José, al que enseñó un oficio manual y arrancó de las garras de Herodes. Es el mismo aunque de distinta manera, como decía santo Tomás. Entonces perceptible con los ojos de la cara y ahora percibido con los ojos de la fe. En cierto modo aventajamos a san José puesto que nosotros lo podemos comer.
San José se encontraba a diario con Jesús y con María, vivían bajo el mismo techo, pero nosotros, aunque de manera distinta, también nos podemos encontrar a diario con Jesús.
A Jesús lo encontramos en la oración, en la Eucaristía y en los demás sacramentos de la Iglesia; pero también en el cumplimiento fiel y amoroso de los deberes familiares, profesionales y sociales propios de cada uno. Se trata en verdad de un objetivo arduo, que solo al final del peregrinar terreno podremos alcanzar plenamente. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana.
Orar no es otra cosa que tratar a Jesús, estar con quien sabemos que nos ama, decía santa Teresa, y ello lo podemos hacer de la misma manera que lo hacemos con los hombres en nuestra vida familiar, social o profesional. Unas veces iniciamos la conversación con una fórmula más o menos protocolaria que nos da pie para entrar en materia; otras entramos en materia directamente y en ocasiones no necesitamos hablar porque la amistad es tan profunda que con solo estar juntos ya nos comunicamos.
En el Evangelio aparecen estas mil maneras de tratar al Señor. A veces las gentes se acercan a Jesús y, después de un saludo de cortesía, le exponen sus deseos, otras, directamente le hacen su petición, solicitan el milagro, pero también algunas veces, simplemente estando con Él, surge en ellos el amor con quien tiene palabras de vida eterna.
Así lo entendieron los cristianos de todos los tiempos que acudieron a la oración, al trato con Dios, con el deseo sincero de, tratándole, enamorarse de Él y ser santos.
Otro aspecto en el que también san José es modelo para la mayoría de nosotros en su inserción en medio del mundo.
San José fue un trabajador, inserto en un determinado ambiente social, preocupado por sacar adelante a su propia familia, miembro de una pequeña comunidad humana, ciudadano de un país sojuzgado, sometido a toda clase de dificultades, no más pero tampoco menos que la mayoría de sus conciudadanos, y allí, en ese ambiente, con esas dificultades, en medio de ese mundo se hizo un hombre justo, un hombre santo.
¡Ojalá, S. José nos enseña a tratar a María y a Jesús como lo hizo él! En medio de este mundo en el que nos ha tocado vivir.
Sería la mejor manera de que se nos pudiese aplicar a cada uno de nosotros el apelativo que el Evangelio aplica a san José: era un hombre justo, santo, enamorado de Dios.