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El ejercicio de la esperanza en el Purgatorio
Desde la oración de la mañana, mi alma estuvo de nuevo sumergida en este estado de Purgatorio. Me parecía que la parte inferior de mi alma se hallaba casi muerta; yo diría más o menos, ya que continuaba, más o menos, ocupándome de mis cosas. Tenía la impresión de ver mi alma cortada en dos, desgarrada. Dios se dejó entrever como a través de este velo de luz del que yo hablaba ayer, pero sin poseerlo ni alcanzarlo; El abrasaba mi alma con los deseos más ardientes, hasta el punto de que, al mediodía, me tuve que acostar, ya que mi cuerpo no resistía más estos arrebatos de amor. Pero mi alma saboreaba las primicias de esta unión futura con Dios, y era una suavidad a la vez tan exquisita y dolorosa, que me desmayaba. Mi alma, como lanzada en una hoguera, permanecía en paz, aunque sufría continuamente.
Durante todo el día, mi memoria quedó como ligada, sometida a una sequedad y una aspereza inauditas, incapaz de ninguna otra actividad, sólo un gran pesar por todas las faltas; una especie de confesión interior en la que todos mis pecados me eran revelados, uno tras otro, y por centenares y millares. He revivido en este día mi vida entera hasta en los más mínimos detalles, con las más pequeñas faltas, las faltas graves, las dudas, complacencias, negligencias, y en cada falta mi alma era como azotada, y yo gritaba interiormente: «¡Oh, Dios mío!, qué poco cuidado he tenido de vuestra gloria y ¡cómo he malgastado vuestras gracias!»
Mi alma quedaba, sin embargo, en una gran paz aunque muy dolorosa. Yo no temía ser objeto de la reprobación de Dios, ya que me parecía entonces que lo más importante era Su gloria; yo tenía una sed devora- dora de esta gloria y deseaba permanecer en este estado de tortura tanto tiempo como hiciera falta para que Dios fuera glorificado. Esta gracia profunda de confesión interior ha sido una bendición enorme, inaudita para mi alma. Esto se añadía a todo lo que me había sido concedido el día anterior. Yo creo que el Señor se reservaba el hacerme conocer estos estados por partes, de manera sucesiva, ya que la naturaleza humana aquí abajo no podría resistir otro modo.
A lo largo del día, los desfallecimientos corporales se sucedieron, pero mi alma estaba inmersa en la paz y el sufrimiento, viva, inflamada de deseo, apacible y mortecina. Cada visita de la Virgen María, de los ángeles y de los santos me abrumaba, ya que enardecía el deseo que había en mí, haciéndome contemplar en ellos todo lo que me estaba prometido, a lo que yo aspiraba con todas las fuerzas de mi alma ligadas a la Pura Voluntad divina. Yo permanecía aquí, en el abandono sereno a la Voluntad de Dios, sin prisa ni impaciencia, deseando únicamente la Gloria de Dios. Es lo único que podía decir, la única palabra, y me parecía que todas las visitas celestiales me repetían:
¡Gloria, gloria, gloria,
Dios es el Santo de los Santos, gloria, gloria, gloria!
Esto aumentaba mi dolor, acrecentaba mi deseo de Dios, intensificaba una extraordinaria serenidad e impregnaba literalmente mi alma. En la paradoja esta sed de la gloria de Dios, yo vi a mi Santo Ángel de la guarda, severo, todo resplandeciente, que me decía con gravedad:
Experimentas ahora el gran misterio del Purgatorio,
lo que, de alguna manera, hace el Purgatorio: el misterio de la esperanza.
Este dolor sereno que sientes es el mismo
que sienten las almas hacia el Altísimo:
una espera purificadora y dolorosa para el alma
que espera la revelación plena de Dios
en la visión cara a cara.
En el Purgatorio,
la esperanza se simplifica totalmente
hasta desaparecer en espera radical de Dios,
espera pura y desinteresada
en la que no hay ya precipitación,
ni impaciencia ni cálculo,
pura espera de la hora de Dios,
espera dolorosa y ¡cuánto!
En esta espera perfecta,
el alma permanece invariablemente serena;
está como sumergida en una dolorosa quietud:
La certeza de su salvación provoca en ella
un ardiente deseo,
una espera ardiente que consume.
Esta esperanza es el estado mismo
del Purgatorio,
que no tiene otro objetivo que Dios,
que no tiene otro deseo
más que la gloria de Dios.
En el Purgatorio, las almas saben
que el momento de su liberación
está fijado por la Misericordia divina,
que la Justicia de Dios lo ha establecido para la mayor gloria del Altísimo.
Por eso ellas están en paz, esta paz misma de Dios.
Yo me encontraba entonces en el Purgatorio, en el fuego mismo, según las promesas del Señor a mi alma. Yo sé que todo esto lo he vivido por un efecto de su Amor infinito, y que lo he vivido en mi alma arrebatada fuera de mi cuerpo, que se doblaba bajo la fuerza de la gracia, y que no podía resistir. Desde ese momento, ya no recobré el conocimiento, pero mi alma, como liberada de repente de sus ataduras del cuerpo, se lanzó al océano del Amor divino.