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12 julio 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

Casi dos mil años han pasado «desde el día en que se dio aquel grito, y los hombres han centuplicado los fragores de sus vidas para no oírlo. «Pero entre la bruma y el humo de nuestras ciudades, en la oscuridad cada vez más profanada en que los hombres encienden las hogueras de sus miserias, aquel grito inmenso que continuamente nos llama a cada uno de nosotros resuena aún en el alma de quien no ha sabido olvidar» (Papini), de quien no puede evitar que de vez en cuando se le haga presente que también para él llegará el día en que tenga que entregar su propio espíritu. Y el único grito que entonces le puede salvar es el del arrepentimiento de sus pecados.

Hay, Señor, en estos últimos momentos de tu vida en la tierra dos pasajes —dos de aquellas Siete Palabras— cuya consideración no puedo eludir. ¿Cómo fue posible, Jesús, que tú pudieras exclamar aquellas tremendas palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Son palabras que solamente tú pudiste pronunciar, porque sólo tú eras, entre todos los nacidos de mujer, el único inocente. «¿Quién de vosotros podrá convencerme de pecado?», dijiste en una de aquellas discusiones con los judíos (Jn 8, 46). Sólo tú, Señor, tenías derecho a quejarte. Pero nosotros, ninguno de nosotros, ha podido, ni puede, ni podrá jamás decir algo parecido. Y la razón es muy sencilla: nosotros no somos inocentes, sino pecadores, y ser pecador significa ser ofensor de tu dignidad. ¿Cómo, pues, podríamos quejarnos de tu abandono, cuando tú jamás nos abandonaste, sino que hemos sido nosotros los que tantas veces te hemos abandonado a ti por el pecado? Tú nos acogías como al hijo pródigo cada vez que volvíamos a ti, derrotados y arrepentidos, a buscar en el Sacramento de la Confesión tu benevolencia y tu compañía con el perdón que tan generosamente nos prodigabas. Y nosotros, sin apreciar tu generosidad y tu infinito amor paternal, de nuevo volvíamos a abandonarte tan pronto nos solicitaba cualquier tentación. Eres tú, Jesús, el que puedes con todo derecho y no una vez, sino muchísimas, eres tú el que puedes decirnos, dolido y quizá desilusionado: «Hijo mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué me has humillado posponiéndome a un sucio placer que te arrebata la alegría? ¿Por qué me dejas caer cada vez que, confiando en tu reciedumbre y en tu fidelidad, me he apoyado en ti? ¿Es que no te bastó lo que hicieron conmigo para que tú lo prolongues, sumándote a tu manera a los que me maltrataron y me dieron muerte?»

Es verdad, Señor. Nos resulta muy fácil repetir palabras de amor o fidelidad y de lealtad (esa lealtad hacia ti y hacia nuestro compromiso, que en tiempos tan desleales nos pedía casi como una limosna el bienaventurado Josemaría, ese hijo tuyo que tanto te amó —y a nosotros—, y que has querido elevarlo a los altares); nos resulta muy fácil decirlas, pero no parece que pongamos mucho empeño en que sean algo más que palabras.

Tú jamás nos abandonas, Jesús, como tampoco tu Padre te abandonó en aquel momento supremo, aunque por tus palabras pudiera parecerlo. Pero también es justo —y más que justo, pues nosotros sí merecemos que nos dejes— que pasemos por lo que tú pasaste: momentos en que sentimos en nosotros una cruz sin consuelo y parece que también sin esperanza, una oscuridad que nos vela tu solícita presencia, como si estuviéramos en un callejón sin salida y tú estuvieras ocupado en otras cosas sin acordarte de nuestra angustiosa necesidad. Tú no dejabas de tener en la Cruz, aun entonces, la visión beatífica como verdadero Dios que eras, el Hijo unigénito, uno con el Padre y el Espíritu Santo, aunque tu naturaleza humana estuviera padeciendo toda la soledad en que el pecado deja al pecador, pues tú, entonces, llevabas todos los de la humanidad sobre tus dañados hombros. Pero si tú, Señor, no dejas que la fe se apague en mí, o se atenúe, yo sabré que aunque no vea salida, aunque parezca que te has olvidado de mí, yo sabré de cierto que tú sigues velando por mí como si no tuvieras otra cosa en que ocupar tu atención. Si a aquel pueblo judío, que tantas veces te dejaba yéndose detrás de los ídolos, llegaste al extremo de decirle cuando recobraba conciencia de sus repetidas traiciones y desconfiaba de tu perdón: «¿Acaso puede olvidarse una madre del hijo de sus entrañas? Pues mira, aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti» (Is 49, 14-15), ¿cómo no iré yo a confiar en tu infinita misericordia, capaz de perdonar, más aún, de borrar como si jamás hubieran existido, todos los pecados que con sincero dolor sometamos al Sacramento del Perdón?

Te pido, Jesús, lo que te pedían tus apóstoles: Adauge nobis fidem, auméntanos la fe. ¿Cómo es posible que me puedas abandonar, si antes de haber nacido y de haber podido ofenderte, tú ya sabías los pecados que iba a cometer y pagaste por todos y cada uno de ellos? Lo que te pido es que no sea tan flojo o tan blando que a la menor contrariedad te deje caer; lo que te pido es que no convierta mi comodidad en regla de conducta, aun a costa de la delicadeza y respeto con que lo sagrado —y nada más santo que tú, el Santo de los Santos— debe ser tratado; que no descuide, ni prescinda, de esos pequeños detalles en el vestir, en el hablar, en el modo de comportarme, que son la expresión de que de veras hay amor en mi alma. En suma, que se pueda decir de nosotros, con verdad, como recuerda Camino (n. 2): «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo.»

Y lo otro, Señor, aquellas palabras definitivas: Todo está cumplido. ¡Qué poca afición tenemos a reflexionar sobre tus palabras, esas palabras que todavía permanecerán cuando hayan pasado los cielos y la tierra! Sí, todo estaba ya cumplido, acabado hasta el más ínfimo detalle. Tú, Hijo unigénito del Padre, segunda Persona de la Santísima Trinidad, habías venido a la tierra asumiendo la naturaleza humana en las entrañas purísimas de la Virgen María para dar cumplimiento a la misión que el Padre te había encomendado. Lo hiciste usque ad summum: más ni mejor, imposible. Éste fue el sentido de tu vida, de tu paso por la tierra en carne mortal.