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10 julio 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

UN HOMBRE JUSTO. UN HOMBRE SANTO (1 de 2)

San Mateo nos presenta a san José como un hombre justo, fiel a los mandatos del Señor y presto para ejecutarlos.

Comentando este pasaje, el Papa Pablo VI decía en una homilía: Una alabanza más rica de virtud y más alta en méritos no podría aplicarse a un hombre... Un hombre... que tiene una insondable vida interior, de la cual le llegan órdenes y consuelos singulares, y la lógica y la fuerza, propia de las almas sencillas y limpias, de las grandes decisiones, como la de poner enseguida a disposición de los planes divinos su libertad.

Maldonado, el clásico comentarista del Evangelio, dice: José es llamado justo, no porque poseía una de las cuatro virtudes cardinales, sino porque brillaba en toda especie de santidad.

Cuando la Sagrada Escritura califica a alguna persona de justa, la identifica con una persona santa, amiga de Dios. Un hombre es justo si es piadoso, servidor irreprochable de la ley, amigo de Dios.

Justo es aquel que sabe dar a cada cual lo que le corresponde, sin excluir a Dios.

Dios es el dueño y señor de todo lo creado, de modo que cuanto tenemos y poseemos a Él se lo debemos: ¿qué tienes tú que no hayas recibido?, nos recuerda san Pablo.

Cuanto somos y tenemos de Él lo hemos recibido como fruto de su amor. Seremos justos si, reconociéndonos deudores, luchamos por devolverle cuanto recibimos honrándole, glorificándole, alabándole, adorándole.

Un hombre justo es un hombre piadoso; piedad que no se traduce exclusivamente en el cumplimiento de unos ritos, sino en la adhesión filial, en la obediencia fiel, en el amor, en la lucha por alejarse del aburguesamiento que impide luchar por ser fiel.

San José lo era, en primer lugar, por su cuidado en agradar a Dios, sin hacer nada que pudiese disgustarle. No le sería difícil pensar en Él pues convivía con el misterio. Dios hecho hombre vivía en su misma casa, bajo su mismo techo.

Los salmos expresan la justicia como el ideal de santidad, de rectitud moral tal y como Dios la desea para el hombre.

El justo es el que se abstiene del mal y hace el bien, el que tiene un corazón puro y es irreprochable en sus intenciones, el que en su conducta observa lo prescrito con relación a Dios, al prójimo y a uno mismo. El justo no hace nada sin preguntarse lo que Dios manda o prohíbe: le alaba, le enaltece y bendice su nombre, le merece una confianza sin límites, le presta una obediencia diligente. Conserva, además, su corazón limpio de orgullo, de ambición, de ansia de riquezas. Con su prójimo, practica la sinceridad, la rectitud y la lealtad; le horroriza la mentira, la duplicidad y el fraude. Se esfuerza por ser bueno, bienhechor, compasivo; por atender con amor a quienes necesitan consuelo y socorro. Ejercita, en una palabra, las obras de misericordia temporales y espirituales en su plenitud.

De su relación con Jesús y con María nace su grandeza y su santidad. Su condición de esposo castísimo de la Madre de Dios y de padre legal de su Hijo genera una dignidad acorde con la misión encomendada por el Señor.

Así lo expresaba el Papa León XIII: Es san José el esposo de María y padre putativo de Jesucristo. De aquí deriva su dignidad, su gracia, su santidad y su gloria. Ciertamente, la dignidad de la Madre de Dios es tan alta que no es posible mayor. Pero, siendo así que José está ligado a la Santísima Virgen con vínculo esponsal, no hay duda de que nadie se acercó tanto como él a aquella altísima dignidad por la que la Madre de Dios supera ventajosísimamente a todas las criaturas.

De su dignidad nace su santidad. Si la santidad radica en el enamoramiento de Dios, será difícil encontrar a alguien más enamorado de la Virgen que su esposo castísimo y, fuera de Ella, nadie quiso tanto al niño Jesús como san José. Su convivencia con Jesús y con María fue oportunidad jamás igualada de santidad, de gracia.

Santo Tomás enseña que, cuanto más se acerca uno al principio de la gracia, más participa de la misma y nadie, fuera de la Virgen, estuvo tan cerca de Jesús, que es el origen de toda gracia, como san José. Deducimos, por ello, que después de la Virgen Santísima nadie alcanzó un grado tan alto de santidad como el santo patriarca.

La convivencia familiar con María y Jesús fue para san José una continua promoción de santidad.

Jesús quería a san José, a quien estaba sujeto con toda su alma y ese amor y de ese amor irradiaba gracia convertida en el santo patriarca en amor correspondido.

San José vivió para Jesús y María, para ellos trabajó, sudó, se cansó; de su cuidado estuvo siempre pendiente; por ellos arriesgó su vida. No tuvo otro norte, ni otro amor que Jesús y María. Se puede asegurar que nadie en este mundo ha alcanzado el grado de santidad, fruto del contacto con Dios, de san José.

La vida de san José es un aliciente para cada uno de nosotros los cristianos.

En el mundo de hoy, lleno de contradicciones y tensiones, el creyente se encuentra todos los días frente a la necesidad de optar. Así pues, pregunta a su propia conciencia qué es justo, qué debe aceptar y qué debe rechazar. Se trata de la pregunta sobre el designio divino que puede escrutar solo quien está dotado de una profunda vida interior. Y, después, se necesita mucha ponderación y fuerza, un gran amor a Dios y al hombre, para aceptar el peso de la responsabilidad que brota de la respuesta a dicha pregunta. También es necesaria la disponibilidad de la voluntad para dedicarse al servicio de Dios. San José nos enseña todo esto. Imitando su ejemplo, quien se entrega a Dios, sostenido por la fuerza del Espíritu Santo, es capaz de trasformar el mundo de modo que se convierta en una morada cada vez más digna de Cristo.

A nosotros también nos ha llamado el Señor para que seamos justos, santos, como nos recuerda san Pablo: nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos y sin tacha en su presencia por el amor. A esa elección gratuita de Dios, por puro amor, debemos responder con nuestro amor.

Si es cierto que la dignidad de san José por su proximidad a María y a Jesús es inalcanzable, también lo es que la dignidad del cristiano, por serlo, no es deleznable. San Pedro se encargó de recordárnoslo en la primera de las cartas que escribió a aquellos cristianos de la primera generación. Les dice: somos linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.

Esta dignidad, que es elección divina, no es solo un título de gloria, que lo es, sino, ante todo, una exigencia; los cristianos, que somos pueblo adquirido por Dios en propiedad, a Él le pertenecemos; mediante el sacramento del Bautismo hemos sido incorporados a ese pueblo santo propiedad de Dios sin que se nos permita un estado de pasividad, de puro estar, sin preocuparnos de ser.

San Pablo llamaba santos a los primeros cristianos: Pablo y Timoteo, siervos de Jesucristo, a todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos y los cristianos del siglo xxi no lo son menos que los del siglo I.

San José demostró con obras su amor a Jesús, su amor a María su esposa, su amor a los hombres y ello a pesar de las dificultades, que no fueron pocas. Ese es nuestro camino, como lo fue para aquellos primeros cristianos que, inmersos en medio del mundo sin ninguna apariencia externa que los distinguiera de los demás, supieron insuflar espíritu sobrenatural en aquella sociedad corrompida, harta de placeres y vacía de sentimientos y valores.

Si es cierto que la elección es un don gratuito de Dios, que pensó en nosotros no solo antes de nuestra existencia, sino incluso antes de la creación del mundo, en Él no hay un antes y un después, también lo es que todo regalo, todo don, exige una correspondencia adecuada a ese don. Solo con amor se corresponde adecuadamente al Amor.

La santidad se resume en el amor. Amor a Dios y, por ende, amor al prójimo, amor a los demás.

En ambos amores, que en realidad son un único amor, se resume toda la ley y los profetas; todo el querer de Dos.