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5 junio 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

EL ARTESANO DE NAZARET (3 de 3)

Si es cierto que nadie da lo que no tiene, es preciso vivir un cristianismo hondo, profundo, verdadero. Dios no espera de los cristianos una fe rutinaria, inoperante, sin vigor, sin vida, muerta. Espera que vivamos todos un cristianismo integral y, como la mayor parte de nuestra vida la pasaremos en nuestro trabajo, como apuntamos más arriba, ese cristianismo integral lo habremos de vivir en nuestro trabajo. Sería absurdo dejar la condición de cristianos en la puerta del taller, de la fábrica, de la oficina o el despacho, como dejamos la chaqueta o el abrigo en el perchero. La Iglesia siempre nos ha enseñado que las palabras de san Pablo: esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación, van dirigidas a todos los cristianos de todos los tiempos, de cualquier estado o condición.

Esta aspiración a la santidad, que se concreta en vivir enamorados de Dios, requiere vivir, en primer lugar, las virtudes humanas para asentar sobre ellas las sobrenaturales.

Ninguna duda puede caber sobre el ejercicio de estas virtudes: la laboriosidad, el orden, la magnanimidad, la generosidad, la amabilidad, el sentido de responsabilidad o el compañerismo, que se dio en san José. Sobre ellas construyó el edificio de las virtudes teologales que, cimentado en la fe, construyó la esperanza para ser coronado con la caridad en su doble vertiente de amor a Dios y amor a los demás.

En algún lugar hemos hablado de la virtud de la prudencia que le llevó a elegir en cada momento los medios más adecuados, a saber callar y a saber hablar; o de la fortaleza para superar con garbo las dificultades no pequeñas a las que hubo de hacer frente en la vida; o la justicia que le llevaría a cobrar lo justo por sus trabajos y no más de lo justo, pero tampoco menos; y la templanza que le enseñó a ser señor de sus actos dominando sus pasiones o instintos que en más de una ocasión le empujarían a dejar la tarea o a recibir menos amablemente a quien se presentase menos amable.

Es cierto que, en tiempos de san José, no estaba estipulado el horario laboral y que lo ordinario era trabajar de sol a sol y san José así lo haría, máxime cuando le apremiase algún trabajo necesario o imprescindible para el cliente, pero es seguro que nunca descuidó el cuidado del Niño y la atención a la Madre. Ciertamente el tener el taller en la misma casa o en un lugar cercano le facilitaría esta atención.

Un peligro hoy existente en no pocas profesiones liberales o en hombres de empresa es que les absorbe el trabajo de tal manera que no les queda tiempo ni para la educación de los hijos ni para la mínima atención a la mujer o el marido. No debemos olvidar la jerarquía de valores existentes en nuestra vida en los que el trabajo siempre deberá ser un medio y nunca un fin en sí mismo. Lo primero es la familia: el padre, la madre, los hijos, y para que ellos puedan desarrollarse adecuadamente tenemos un medio, que es el trabajo.

Es claro que, para que podamos acercar a los hombres a Dios a través de nuestro trabajo, es necesario que antes nos acerquemos nosotros al Señor a través de ese trabajo nuestro, para lo cual deberá gozar de algunas condiciones.

La primera de todas será que lo hagamos por Él, que se lo hayamos ofrecido a Él.

Ahora bien, un trabajo ofrecido a Dios tiene que ser un trabajo bien hecho, profesionalmente acabado. A Dios no se le pueden ofrecer chapuzas.

Si es ofrecido a Dios deberá estar de acuerdo con la moral católica que nos indica cómo hemos de vivir los preceptos de Dios en cada momento de nuestra vida profesional.

San José, el artesano de Nazaret, fue un hombre justo, un hombre de Dios, un hombre santo que nos enseña a luchar para enamorarnos de Dios, para hacernos santos en nuestro trabajo.