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3. Stabat Mater
Todos los años —al menos durante siglos—, en el Viernes Santo se predicaba con solemnidad el sermón de las Siete Palabras. Son las que Jesús pronunció en la cruz a lo largo de aquellas tres horas de agonía. San Mateo menciona que «hacia la hora nona, Jesús exclamó: Eli, Eli, lamma sabacthani, es decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27, 46). Luego añade que «dando de nuevo una fuerte voz entregó su espíritu» (ib. 50). Lo mismo dice San Marcos (15, 34 y 37).
San Lucas trae tres frases: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (33, 34), el episodio del buen ladrón del que se acaba de tratar, y que hacia la hora de nona «Jesús, clamando con una gran voz, dijo:
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y diciendo esto expiró» (Le 23, 46). Por su parte, San Juan, añade dos más: la referente a su Madre y al discípulo, y «tengo sed».
No es fácil acertar el orden en que fueron dichas. Sin duda, la primera es la que perdona a los que le crucificaban, probablemente pronunciadas mientras lo clavaban en la cruz; la última, «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», de que hablan San Mateo y San Marcos. Situar el episodio del buen ladrón a continuación de las injurias, burlas y desafíos de los pontífices y de la turba es razonable porque los evangelistas enlazan las injurias de los ladrones crucificados con las de los demás como constituyendo una unidad.
Para mejor inteligencia de esas Siete Palabras espaciadas durante las horas que Jesús permaneció en la cruz quizá sea conveniente alguna observación acerca de los sufrimientos de los crucificados, sobre todo si sus manos estaban clavadas —y no simplemente atadas con cuerdas— al madero transversal. La muerte venía porque el condenado se desangraba (sobre todo si a la crucifixión había precedido la horrible flagelación) y, quizá todavía más, por asfixia. Ya descansara el cuerpo sobre el sedile, ya sobre el soporte (si no había sedile) donde les clavaban los pies, el peso del cuerpo suspendido de los clavos por las muñecas o las manos dificultaba la respiración. De aquí que a intervalos, apoyándose con fuerza en el sedile o en el soporte de los pies, el reo podía empinarse e introducir un poco de aire en los pulmones. Eran éstos los momentos en que podía pronunciar algunas palabras, aunque breves y con dificultad.
Entre los romanos era común costumbre la desnudez total del reo a quien iban a crucificar. Pero los romanos, para no hacerse a los pueblos que dominaban más gravosos de lo necesario, respetaban hasta donde les era posible no sólo su religión, sino hasta sus costumbres, y había pueblos más escrupulosos en este punto que el de Roma, y entre ellos se encontraba el hebreo. Lo más probable es que cubrieran con cualquier harapo a Jesús para no herir innecesariamente el sentido del pudor de los israelitas.
Así que le despojaron de sus vestiduras y le prestaron un harapo: murió sin nada.
Cuando pienso hasta qué punto te dejaste despojar de todo, Señor, y por desgracia para mí lo hago muy raras veces, es como si recibiera una bofetada que me hace arder la cara, no de dolor, sino de vergüenza. «No podéis servir a dos señores», dijiste, para que nos enterásemos bien de que si queríamos servirte a ti habríamos de abrazar a nuestra señora la pobreza. Tú dejaste bien claro lo difícil que era para un rico entrar en el reino de los cielos.
A ti te dejaron sin nada; a mí no me falta nada, pero a veces me quejo —o más bien comento— que si en el edificio hubiera antena parabólica..., o que la televisión no se ve bien porque el aparato no es de los mejores..., o que el tocadiscos no tiene un sonido muy limpio... ¡Cuántas Órdenes o Congregaciones religiosas se han venido abajo por descuidar la pobreza, y también cuántas casas han venido a menos por despilfarrar sus fortunas! Leí una vez que la Madre Teresa de Calcuta decía: «Cuando visito nuestras casas, en lo que más insisto es en la pobreza. Trato de comprobar si es observada en consonancia con el espíritu y la letra de nuestras Constituciones. De manera especial, llamo la atención sobre ello a las superioras de las casas. Resulta muy fácil dejarse ir un poco en materia de pobreza». ¿Un poco? Más bien poco a poco. «Estoy firmemente persuadida —proseguía— de que nuestra congregación sobrevivirá en tanto se alimente de una pobreza auténtica y real. Las congregaciones en que se practica la pobreza con fidelidad son espiritualmente vigorosas y no tienen por qué temer una decadencia.» Y lo mismo podría decirse de las familias.
Pero la pobreza no es sólo virtud para los religiosos; ellos tienen su modo peculiar de vivirla, y así tiene que ser. Pero Señor, también los cristianos que vivimos en medio del mundo, y de un mundo en el que el consumismo es casi general, tenemos que aprender la virtud de la pobreza buscada, del desprendimiento voluntario de lo superfluo; y esto, lo mismo los casados que los solteros, los que ganan mucho con su trabajo, y los que ganan poco, pues la pobreza predicada en el Evangelio es una virtud para los cristianos, no sólo para algunos cristianos. Todos tenemos que practicarla, cada uno según su propia vocación y estado, lo mismo que sucede con la virtud de la castidad.
Yo recuerdo, Jesús, a tu bienaventurado Josemaría cuando nos decía que antes de adquirir nada viéramos tiendas donde se pudiera comprar más barato aquello que necesitábamos: así hacen los pobres; recuerdo cómo nos pedía que lleváramos cuenta de los gastos, para recordarnos constantemente que no éramos propietarios de nada, sino tan sólo administradores de bienes que Dios nos proporcionaba para cumplir nuestra función y de los que debíamos rendir cuenta; que pidiéramos consejo antes de hacer un gasto extraordinario; que cuidáramos las cosas de la casa, reparando en el acto cualquier desperfecto, para evitar que por descuido se hiciera mayor y la reparación más costosa; que tuviéramos conciencia clara de que las luces innecesarias, el uso prolongado del teléfono hablando más de lo indispensable, el no cuidar la ropa, la falta de sobriedad aun en cosa tan mínima como pedir un plato u otro en un almuerzo de negocios (aunque lo pague la empresa), o no calcular al hacer un viaje el medio de transporte que nos pueda salir más barato dada la condición de cada uno y dejarse atrapar por el capricho inútil, era el modo de no vivir la pobreza. Nos hablaba del padre de familia pobre y numerosa, que vive de su trabajo, y tiene que hacer sus cuentas antes de realizar un gasto.
Por tu misericordia, yo no carezco de nada, ni siquiera de un trabajo que me permite no ser gravoso a nadie. Y si no busco mortificarme en todas esas pequeñas cosas —en esas cosas aparentemente pequeñas— entonces, Jesús, estoy incumpliendo lo poco que tú me pides y haciendo daño a los demás y a la Iglesia. Perdón, Señor, por no ser lo delicado que tengo obligación de ser en materia de pobreza. Tú no sólo no tenías dónde reclinar la cabeza, sino que hasta de tus vestidos te dejaste despojar. Ayúdame, Jesús, a no crearme necesidades y, las que tenga, reducirlas al mínimo. Pero hay aún más, porque todavía te quedaba algo.
Es San Juan en este caso —y no San Lucas, que tanto se ocupa del papel de la mujer en el Evangelio— el que da fe de la presencia de las mujeres junto a la cruz: «Estaban de pie junto a la cruz de Jesús su Madre, y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25).